Una aspiración de toda sociedad, es que el derecho nos brinde un nivel de previsibilidad, que tengamos la certeza de qué conductas no son toleradas. Asumimos que la autoridad puede “mandar” en conformidad a los principios de un estado de derecho y hacer respetar las reglas y las decisiones de las autoridades.
Presuponemos que el Estado puede usar la violencia para castigar la transgresión de las normas, violencia aceptada como legítima en la medida que respete el ordenamiento jurídico, y que su aplicación sea resultado de decisiones tomadas por instituciones independientes, en procesos en los que se haya observado rigurosamente las garantías de los procesados.
En tiempos recientes, pero cada vez más lejanos, nos acostumbramos a presenciar diversas formas de resistencia a decisiones del poder: salir a la calle a protestar, interrumpir el tránsito, y en muchas ocasiones con destrucción de bienes públicos; acciones que se toleraban por entenderlas como una expresión de la resistencia. Indígenas, mujeres, estudiantes, entre otros actores, salieron a la calle enarbolando la bandera de la movilización social.
La resistencia frente al poder, elegido en las urnas, ha sido parte de nuestra historia. En épocas recientes, Bucaram, Mahuad y Gutiérrez enfrentaron esa resistencia y fueron derrocados; se consideró que sus gobiernos se habían tornado en ilegítimos, sea porque no satisfacían el bien común, reprimían los disensos o no respetaban valores básicos de una sociedad democrática. En ninguno de ese casos el Estado investigó, procesó o juzgó a quienes participaron en la protesta.
Muchos ecuatorianos y ecuatorianas han lamentado la debilidad del Estado, su falta de “autoridad” dicen algunos, una incapacidad crónica para aplicar el derecho con imparcialidad. Vivimos de manera permanente una tensión entre resistencia y obediencia a las reglas, se espera que el respeto a las normas -cuando las consideramos legítimas- se haga por convicción y no por temor al castigo: el miedo provoca uniformidad y no consenso.
En el país se reconoce, constitucionalmente, el derecho a la resistencia frente a acciones u omisiones del poder público que violen o amenacen derechos constitucionales; empero sabemos que entre lo normado y la realidad existe una distancia importante. La experiencia más cercana nos dice que toda expresión de resistencia es tratada como ilegítima y se echa mano de las normas más duras que tiene el Estado a su disposición para reprimir esas acciones, todas aprobadas en dictadura.
Los casos Balda, 10 de Luluncoto y Colegio Central Técnico, son excelentes ejemplos de esta forma de ejercicio del poder. Así, unos correos se transforman en amenaza contra la seguridad Estado, una reunión de opositores se convierte en tentativa de terrorismo, una protesta (violenta lamentablemente) en rebelión.