Lo más íntimo, lo que pertenece al fuero inalienable de cada persona, lo que articula su dignidad, son los derechos. Sin ellos, el individuo es pura retórica, cascarón vacío que se llena con cualquier discurso, número que importa solamente en las estadísticas electorales, en las sumas que dan poder. Sin derechos efectivos, “ciudadano” significa pieza política al servicio de cualquier doctrina, insumo que sirve para llenar desfiles. Sin derechos, aquello que se llama “pueblo”, pasa ser público espectador, hinchada de todo partido, parroquia de cualquier corrida, masa que niega la condición humana y que convierte a la libertad de elegir en vocación para seguir -como ha ocurrido en todas partes y en todos los tiempos- a quien toca la flauta y vende esperanzas e ilusiones.
El Estado y el mercado son ahora los grandes adversarios de esa intimidad. Son los actores de la constante invasión que sufren las personas. Los derechos, en nuestro tiempo, o se niegan, o se condicionan, o se manipulan. La política y la propaganda son los agentes más visibles de ese fenómeno. La política es esencialmente expansiva. Su enemigo es la independencia individual, el “laicismo político”. Le estorban e inquietan los espacios donde la gente se mueve y ejercita la autonomía que aún le queda, por eso, hay que invadir lo que queda, hay que expropiar en nombre de cualquier principio convertido en excusa. Hay que intimidar. Hay que dividir. Siempre ha sido así. Esa es la lógica de dominación que se esconde detrás de toda doctrina.
La democracia moderna, que nació con fundamento en el ejercicio de los derechos de los soberanos –los individuos-, está sufriendo una peligrosa mutación. Esa democracia se está negando a sí misma. La vocación plebiscitaria, el caudillismo, y la propaganda que le acompaña como herramienta fundamental, han provocado que ese ideal hombre libre, ciudadano ilustrado y padre de familia juicioso, que imaginaron los liberales del siglo XVIII, sea ahora un “cliente político”, un número que suma y no opina. Que valga únicamente por el movimiento a que pertenece, por la comunidad que le admite, por la venia del dirigente que le bautiza como miembro del colectivo. Han provocado que aquella persona ideal sea lo contrario del hombre libre: un sujeto sin espacio ni intimidad, sin tiempo para pensar. Un sujeto de obediencia, en perpetua espera de la dádiva que anestesia su libertad.
¿No será hora de pensar –y de debatir-, fuera del ojo del huracán y más allá de la coyuntura, si la democracia de masas está negando a la soberanía individual? ¿No estaremos en un punto de inflexión en que debamos elegir entre los derechos que hacen la dignidad, y la comodidad de ser parte de cualquier colectivo? ¿No estaremos en el momento de elegir entre una ciudadanía vacua y retórica, y la militancia efectiva por nuestras libertades?