Al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, o como le gusta que lo llamen de modo ceremonial, el Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías (con todas sus letras) lucía demacrado y cansado. Es que la escena no era para menos: acababa de pasar por el bisturí–en Cuba, por supuesto, ya que en cualquier otro país la operación habría sido políticamente invendible- y regresaba a Caracas a, literalmente, dar la cara. Era absolutamente necesario volver, porque el 5 de julio pasado se celebraba el bicentenario de la independencia venezolana y el comandante Chávez tenía que estar ahí de angas o de mangas. No estar habría significado admitir la gravedad de la enfermedad, la repentina vulnerabilidad del líder, consentir en que, al final del día, sigue siendo de carne y hueso. No estar en las ceremonias del bicentenario, además, habría significado dar varios pasos atrás en la excelentemente pensada y construida tramoya por la que el señor Chávez es una especie de reencarnación y resurrección del mismísimo Simón Bolívar, el Libertador por antonomasia y excelencia, mezclado con la reaparición de una versión tórrida de Jesucristo Superstar. Así, aunque fuera jadeando y haciendo el esfuerzo que sea necesario, Hugo Chávez tenía que volver y resurgir en la piel de dos de sus personajes favoritos: el Bolívar que nos libera de los imperios y de las potencias extrañas a punta de espada y el Jesucristo que, montado a lomos de un caballo blanco, nos enseña el camino. Visto todo con la mirada sínica con la que siempre hay que tasar a la política, no podía existir una oportunidad mejor: el líder inmemorial y perenne que regresa a su tierra (la Patria) atormentado por el cáncer, para luchar como un guerrero.
Todo estuvo perfectamente diseñado para dar una ansiada sensación de normalidad. Desde la sonrisa y el saludo apenas Chávez salió del avión que lo trajo desde la mítica La Habana. Hasta los leves abrazos que al pie de la nave le dieron sus colaboradores; leves porque nadie en sus cabales querría estrujar demasiado efusivamente al comandante en un momento así. Y luego vino una escena llamada a ser un clásico de la política latinoamericana: el presidente Chávez cantando gozosamente (para darnos la idea de cuán bien está) y contándonos un cuento de cómo solía escribir sus reflexiones en un cuaderno.
¿Y si Hugo faltara? Hago la pregunta porque el efecto natural del tambaleo del poder absoluto es el temor al vacío absoluto de poder. Cuando el líder se enferma surgen las dudas sobre qué suerte correrán los gobiernos, qué será de los pobres países, qué destino nos esperará. Esto cuando el líder es la espada, la toga y el altar.