Hay un dicho que con frecuencia se repite: si camina como pato, nada como pato y grazna como pato, aunque no tenga cédula de identidad que lo certifique, es un pato. Esta graciosa figura entre la realidad y el maquillaje es aplicable plenamente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos creada en el llamado Pacto de San José de 1969 y que, a pesar de contener valiosísimas garantías y protección a los derechos humanos, en la parte de la aplicación judicial, solo representa a los Estados y no a los ciudadanos.
Así se aprecia con la reciente designación de los jueces propuestos por Ecuador y Argentina -vinculados a los gobiernos y por seis años-. Es decir, a pesar de un honorable pasado, la Corte y su origen -“El pacto de San José”-, con estas designaciones, evidenciaron que son políticos, y, para el efecto, “patos”.
Algunos de los casos procesados por la Corte han sido emblemáticos y su prestigio nace de esas sentencias. Por ejemplo,el caso del periodista Herrera Ulloa versus Costa Rica; la sentencia contra Chile que obligó a ese país a permitir la exhibición pública de la película ‘La última tentación de Cristo’, o la sentencia que condenó al Gobierno argentino a revocar una sentencia de última instancia en contra del periodista Eduardo Kimel, quien publicó un libro sobre la masacre que la dictadura militar cometió contra cinco religiosos en el barrio de Belgrano.
En el Ecuador hay varias sentencias de esa índole recordándose la que emitió contra el Estado por el crimen de Consuelo Benavides. Por tanto, su actuación no solo ha merecido el reconocimiento del continente sino que se extendió a escala mundial. Es posible que haya incurrido en errores pero su prestigio se basa en la constante aplicación del Derecho Internacional y los convenios de protección de los DD.HH. Solo había un inconveniente que salió a luz con las últimas designaciones.
El pato, o mejor dicho la Convención, contemplaba integrar los siete miembros de la corte con candidatos presentados exclusivamente por los Estados. Ganan los Estados y no los ciudadanos. Los primeros no tienen derechos humanos, pero los segundos dependen vitalmente del respeto de tales principios.
Luego de las polémicas designaciones se puede comprender mejor el apoyo o tolerancia de los gobiernos latinoamericanos al desastre humano y económico que vive Venezuela. El doble discurso queda en evidencia. Proclaman los derechos humanos y viran la cara cuando se les habla de los presos políticos venezolanos, la absoluta indefensión de los actores contrarios y el control de todos los órganos de poder.
La conclusión, ojalá equivocada, es lapidaria. En los organismos continentales y en muchos Estados hay una perforación y, por ende, una penetración del neopopulismo similar a la que ejerció EE.UU. sobre la OEA en décadas pasadas. Su arma principal son muchos de los microestados del Caribe desesperados por el petróleo venezolano y la labor zapadora del ex Secretario General de la OEA, abiertamente prochavista.