Los subsidios han sido una constante en el ejercicio de este Gobierno. Desde el primer día se repusieron millonarios recursos destinados a la asistencia social a los más pobres.
En el caso del transporte público se ha preferido continuar con una política vigente desde los dos regímenes anteriores, en lugar de asumir la realidad económica, sincerar las tarifas y destinar esos dineros gastados en el subsidio al beneficio general.
Se aplica la misma tónica en materia de subsidios que la del Bono de Desarrollo Humano: se la vuelve una asistencia permanente sin más visos que el clientelismo.
Los subsidios suelen ser una política indispensable cuando de situaciones de emergencia se trata. Pero cuando se vuelven corrientes y no se enfocan a la productividad implican una gigantesca carga que no produce sino un ejército de personas beneficiarias y, por cierto, fidelidades políticas, con un costo millonario para el erario nacional.
Pero se acercan las elecciones presidenciales y en ese calendario coincide la visión paternalista y populista con la extrema precaución. No cabe perder un solo voto, no cabe armar ningún foco de descontento social, aun cuando su factura sea tan costosa.
Emplear los millonarios dineros de los subsidios en una dinámica y bien desplegada señalización, evitar los pasos peligrosos con obras de ingeniería, debieran ser algunos de los objetivos, así como exigir la capacitación de los conductores y aplicar sanciones drásticas que garanticen profesionalismo y seguridad para todos.
Si se añade un servicio de calidad, seguramente los pasajeros pagarían gustosos un poco más, con tal de llegar con comodidad, y sobre todo con vida, a su destino final.