La dictadura civil, hereditaria, que gobierna Siria, está aferrada al poder desde hace cerca de dos años, mientras las facciones rebeldes que buscan derrocarla no logran acumular la suficiente fuerza para derrotar militarmente al aparato oficial sustentado en alianzas internacionales.
El régimen de Bashar Al Asad ganó elecciones, cierto es, pero el presidente fue candidato único como lo fue su padre antes. Las dispersas fuerzas de sus contrincantes tienen apoyo internacional pero no logran, ni de lejos, equiparar el potencial bélico del Gobierno. Este es alimentado por armas de Rusia y una entente geopolítica que pasa por la poderosa China, que bloquea junto a Rusia, cualquier acción de intervención que pretenda ensayar la ONU por la vía del Consejo de Seguridad.
Además, Irán ve en el escenario sirio un espejo de la tensión regional que pasa por el forcejeo con Israel, donde se juega buena parte de la geopolítica planetaria y se miden los equilibrios político-militares de la zona.
La guerra civil siria llegó a Líbano. Una bomba mató en Beirut a ocho personas el 20 de octubre, cuando estalló un choche-bomba cerca de la sede de un partido crítico con el apoyo a Siria. Una de las víctimas fue el Jefe de Inteligencia de la Policía libanesa. En ese país opera Hezbolá, grupo armado que mantiene una alianza con Siria e Irán para hostigar a Israel. La tregua parcial que pidieron el mediador de la ONU y la Liga Árabe durante la fiesta religiosa del sacrificio que debía terminar este domingo fue, irónicamente, reventada por una bomba en Damasco.
La paz en Siria todavía se ve esquiva. Lejos de los acuerdos es probable que la cifra luctuosa se incremente. 30 000 muertos sería suficiente cuota de sangre.