El proceso electoral en marcha merece libre juego de las ideas y propuestas. Al terciar un candidato que es a la vez Presidente, los privilegios del ejercicio de su investidura, proyectados a la comunicación y propaganda, pueden tener efectos que reducen la equidad en la contienda.
Una democracia se nutre de reglas de juego iguales para todos los actores. La propia reelección presidencial -como ocurre en Estados Unidos y en otros países- supone un cuidado en la separación entre el cumplimento de las funciones netamente presidenciales y los actos políticos considerados como fundamentos del discurso de campaña. Desde la primera semana de Gobierno, y aduciendo una supuesta rendición de cuentas, Rafael Correa ha puesto en escena un largo programa semanal radial y televisado, con un montaje propagandístico cuyos costos asume el erario nacional.
Más allá de la divulgación de la agenda de la semana, los ataques a rivales políticos, las descalificaciones y los insultos y los cuestionamientos a la prensa crítica han sido una fijación de su discurso. Es impensable que esos contenidos se parezcan siquiera al propósito de la rendición de cuentas, y más bien se constituyen en un estilo oratorio eficaz y destructor. En esa lógica se inscriben también las cadenas de televisión que son una práctica común, a veces cotidiana. Cuando el contenido de ellas debiera ser para asuntos de alto interés nacional o para casos de extrema urgencia, se las devalúa con contenidos políticos y epítetos de barricada sin espacio para la réplica de los ciudadanos mencionados. Al empezar la campaña electoral, ¿será mucho pedir que se suspendan las cadenas y sabatinas?
Puede ser una ejemplar muestra de ética pública y respeto al debate de ideas y posiciones diversas.