El delito violento en todas sus formas lastima al Ecuador y deja diariamente un reguero de sangre. Asaltos a la luz del día, tiroteos, víctimas inocentes y la reacción ciudadana ante la inoperancia e impotencia oficial componen un cuadro tétrico.
Los delincuentes siguen a quien sale del banco, le arrancan el dinero o, incluso, desatan una balacera a plena luz del día, como ocurrió en Quito. Además, el crecimiento de las bandas de delincuentes, las operaciones del crimen organizado y el narcotráfico tienen al país perplejo.
Los registros del incremento del sicariato -asesinatos a cambio de dinero-, que también ha empañado a miembros de la Policía, el supuesto ajuste de cuentas para encubrir los delitos y dejarlos en la impunidad, obligan a una evaluación seria y profunda.
La reacción de un padre de familia de embestir con su auto a los asaltantes que huían en una moto tras el crimen dejó a uno de los presuntos delincuentes muerto y al conductor en serios problemas. La ciudadanía apoya la acción como la reacción de un padre frente al ataque a su familia: una especie de justicia por mano propia.
Cuando la reestructuración institucional de la fuerza pública no avanza, cuando el sistema de justicia sigue lento y no soluciona las montañas de causas pendientes y cuando la inoperancia de las instituciones se junta a la impotencia oficial, todas las miradas regresan a ver a quienes con demagogia o suficiencia se ofrecieron a dar soluciones.
Es verdad que la delincuencia y la inseguridad son un problema de todos, pero la responsabilidad principal no es de los ciudadanos que deben colaborar con la autoridad y nunca buscar venganza o ensayar violencia. Es la gran tarea pendiente del Gobierno y del sistema de justicia.