En cada Navidad nace la vida. Nace la esperanza y nace el amor. El pesebre simboliza el mayor acto de amor del ser humano y refuerza los valores más profundos de la vida en sociedad, en familia.
Más allá del debate sobre el calendario y lo simbólico de una fecha que se fijó acaso de modo arbitrario, las festividades de Navidad y Año Nuevo son algo más que la visión de la religión cristiana que compartimos mayoritariamente en Ecuador.
Sí, se supera la liturgia y la recordación, desde la poderosa creencia del nacimiento del Hijo de Dios, que años más tarde se hiciera Dios redivivo. Las connotaciones cristianas adquieren valor universal y trascendencia aun sobre la geografía y el tiempo.
En Belén nació Jesús, para los cristianos, el Hijo de Dios. Lo hizo en el hogar más humilde que se pueda imaginar rodeado del amor de su madre, la Virgen María, y de San José, con el calor que emanaba de los cuerpos de un buey y de un burro. La insurgencia en medio de un imperio oprobioso que dominaba a la vieja Palestina y al pueblo judío hacía brillar con más fulgor su pervivencia en el mensaje.
A partir del nacimiento la prédica de Jesús contrastó con los usos y los rituales de la época y hasta molestó al poder político y religioso imperante. Y desde aquel testimonio de vida que celebramos y cantamos cada Navidad desde hace más de 2000 años, viene el mensaje de permanencia del Dios de amor, de caridad, de comprensión y tolerancia.
El mensaje traspone el recóndito pesebre de Belén y la Ciudad Santa -para las tres religiones monoteístas – de Jerusalén de la crucifixión, para decirnos que más allá de la muerte está la vida, expresión de tremenda potencia y fe que trasciende y es lección renovada cada Navidad.