El domingo, un hincha del club de fútbol Barcelona pagó con su vida la ilusión de vestir la camiseta de su equipo preferido y marchar temprano hacia el estadio para presenciar el clásico del Astillero. Una bala lo mató. La Policía detuvo al presunto culpable y adelanta investigaciones, pero el dolor y la indignación que sufre todo el país civilizado demanda una oportuna respuesta oficial.
Más allá de insinuaciones siempre alusivas al papel de los medios de comunicación, aquí se requieren verdaderas políticas públicas para acabar con la violencia alrededor del deporte. Según datos oficiales, entre el 2007 y el 2012 se produjeron cinco muertes violentas, ya sea dentro de los estadios o en sus inmediaciones. A los enfrentamientos entre barras y a los insultos se suma el lanzamiento de objetos, que pueden convertirse en proyectiles que dañen la integridad de los actores del espectáculo, los árbitros o los mismos espectadores.
En otros países, las políticas públicas han dado resultados. Los ‘hooligans’ de Inglaterra ya no siembran el terror. No pueden ir a los partidos y los aficionados se divierten sin arrojar nada a la canchas sin mallas.
En Argentina, la brutal agresión a custodios particulares en las tribunas ocupadas por hinchas de Boca Juniors en el clásico en la cancha de River Plate revivió el debate de las mafias, las barras bravas y sus vínculos con dirigentes políticos y de los propios clubes.
Hay que extremar medidas, reforzar la seguridad policial, educar a los espectadores en una sana competencia sin odio al rival, con el ejemplo de respeto y tolerancia que emane de las autoridades políticas, los dirigentes deportivos y los propios jugadores. La afición al fútbol no merece un solo muerto más.