Llegaron 200 soldados en traje de campaña. Con facilidad echaron abajo las endebles viviendas que mostraban tanto una precaria arquitectura como una reciente implantación.
10 días después de la presencia del Presidente en las zonas marginales de Guayaquil recientemente invadidas, las Fuerzas Armadas despliegan el operativo para cumplir la orden del Mandatario.
La propia visita de Rafael Correa alentó tomas de tierras de última hora. Acaso la promesa de entregar casas en otras zonas motivó a muchos marginados a hacer presencia allá, donde no había nada hace algo más de una semana.
Ayer empezaron los desalojos, pero la historia no es nueva. Es un largo proceso que muestra la foto más dura de un país de marginados, de los sin tierra y sin techo que son miles y que desde hace mucho tiempo han poblado las barriadas pobres de las ciudades más grandes. Miles vinieron tras las inundaciones y la destrucción de cosechas. Miles que llegaron con la palabra fácil de clientelismos baratos y la promesa de los traficantes.
La invasión no nació ayer ni es patrimonio de la gran Guayaquil. La invasión como opción de progreso está atada desde el siglo XIX a la historia de una nación que no quiso, no pudo o no supo solucionar los problemas de la pobreza, que no generó empleo, que devastó al agro y expulsó a los campesinos a la gran urbe en busca de una mejor vida.
Resulta una ironía. Las invasiones de hoy se llaman Ciudad de Dios, Monte Sinaí, Tierra Prometida. Los profetas de hoy, como los de ayer, visten la camiseta de partidos o movimientos del poder. La demagogia hizo crecer grandes fortunas. Ahora está en la cárcel un aliado del Gobierno.
Frente a las prácticas populistas, parecidas soluciones, mientras el drama de la marginación y la pobreza sigue.