La designación del nuevo Fiscal General de la Nación ha atravesado un largo y tortuoso proceso que sin duda perjudica a la imagen institucional y siembra cuestionamientos sobre los procedimientos usados.
El primer baldón se establece en el rol del poder de Participación Ciudadana y Control Social, que lejos de procurar una atmósfera sana, independiente, que garantice que los procesos de selección de altos dignatarios se efectúan con absoluto rigor y limpieza, deja una estela de cuestionamientos ante la opinión pública.
Si los mecanismos de selección tardan tanto, son tan enredados y no muestran la transparencia que proclaman a los cuatro vientos, la credibilidad del nuevo Poder queda en duda. Además, durante la selección de los propios delegados se tejió una sombra sobre su independencia con el poder político.
Ahora, una comisión encargada por ese Poder elaboró una prueba a la que se sometieron los aspirantes a futuro Fiscal. Un complejo proceso de calificaciones de los méritos arrojó resultados apretados. En los primeros lugares del concurso está el Embajador del Gobierno ante el Reino de España, ex Ministro en este y en el anterior Régimen. Está además el hermano de un legislador de Alianza País y Fiscal distrital.
Los cuestionamientos surgidos y el debate público muestran lo complejo del mecanismo de selección que supuestamente garantizaba pureza, transparencia y resultados -conforme la demanda ciudadana- de probidad y competencia profesional.
Cuando cunden denuncias de corrupción y crece la inseguridad y los procesos judiciales carecen de celeridad, es más importante que nunca un Fiscal independiente de los poderes fácticos, desde luego, del poder político.