La gente llegó desde lejos. Madrugó, sin importar ni la repentina lluvia quiteña ni el calor del Guayas. Mucha gente acampó en el parque al que llegó hasta una semana antes, desde todos los rincones, aguantando frío, calor, lluvias de verano, incomodidades.
Las calles se cerraron. La Policía se puso de acuerdo. La gente caminó en las calles o anduvo en bici volviendo al caos de movilidad de Quito en un paseo tranquilo por la despejada ciudad. Quienes tienen auto, o dos o tres o se quedaron en casa o se subieron en bus, se olvidaron del estrés causado por la congestión y el desorden. Seguramente los índices de contaminación en Quito bajaron esos tres días. Nadie pitando como desaforado en la hijueputésima de segundo, medida de tiempo entre el cambio del semáforo y el arranque del vehículo que va delante. Una ciudad silenciosa y casi conventual.
Un extraño, inusual orden, posterior a los días de caos, rabia, frustraciones, desobligo, tristeza, decepciones, se vivió durante los tres días de tregua por la visita del Pontífice. Tres días de calma, de contrición, de fervor, de perdón, de unidad, de reflexión.
El ciudadano de a pie, con un comportamiento digno de aplausos. Salvo algunos robos de celulares, nada que lamentar en las jornadas de multitudes en las que se demostró que, si cada uno pone un grano de arena para lograr un objetivo común, el país puede funcionar y servivible, tranquilo: un lugar en el que se puede caminar en paz y armonía.
Hasta los políticos, entre muecas, fueron cordiales o tuvieron que serlo, disimulando, con la corrección política que le caracteriza a la diplomacia. Sin gritos estertóreos. Sin romperse los botones de sus camisas. Sin cantos a todo pulmón ni afrentas. Mansos. Como las palomas. Merecedores del áurea, casi (a no ser por ese afán de figuración imposible de ocultar, que les hace mostrar simpatía para con los niños o con los ancianos frente a las cámaras).
Todos, asintiendo con la cabeza a cada palabra del papa Francisco, dándole la razón en sus prédicas sobre la justicia social, la equidad, la libertad, la inclusión del excluido, como si nada, absolutamente nada, tuvieran que ver ellos, precisamente ellos, en la injusticia, la inequidad, los atropellos a las libertades, la exclusión o la intolerancia, el racismo rampante, el desprecio por el contrario. Todos, vestidos con los magníficos ropajes del disimulo, dignos personajes provenientes de la Estétika, con k, tan magníficamente retratada por la irreverente pluma Miguel Varea.
Todos, mostrándose compungidos, preocupados más por el país que por sus intereses particulares. Políticos y funcionarios disimulando rectitud, cordialidad, madurez política, capacidad de diálogo, serenidad, respeto, buena voluntad, buena fe, buenos sentimientos. Mamiticos. Directo al cielo, de tanta bondad y de tanta preocupación por el prójimo, los bienhechores de la felicidad ecuatoriana.