Uno de los temas más difíciles de la pedagogía política es la enseñanza de que es el Estado y cuál es la diferencia con el gobierno. Basta leer el artículo primero de la Constitución, para comprobar la irresponsabilidad en esta materia, que caracterizó a los constituyentes de Montecristi. Es incompresible que en las Facultades de Jurisprudencia del país no se haya analizado patológicamente tal desbarajuste.
En este contexto institucional y, a pesar de inevitables riesgos políticos y de popularidad, el Presidente debe decidir en estos días la presentación de la terna para el nombramiento del vicepresidente.
Es obvio que al elegirla eliminará a decenas de candidatos -y auto candidatos, los más- a la segunda función del Estado. Entonces los frustrados y su séquito, en este singular concurso de belleza, expresarán su rencor en las urnas. Sin embargo, no hay que exagerar los efectos del despecho. Hay que recordar las consultas que terminaron en un rechazo del pueblo en los casos de los presidentes Febres Cordero y Sixto Durán Ballén cuando no se alteró el orden político ni público. Ahora, por el contrario, parece que el gobierno tiene asegurada la victoria y, el más o el menos de los votos tendrá escasa significación, salvo la morbosidad de los que especulan con los índices de descenso de cualquier gobierno.
En estas condiciones el ciudadano Lenin no debiera correr el riesgo de gastar el mes de enero en dilatorias, pues estaría perjudicando la frágil estabilidad de la república. Debe descartar el vaticinio apocalíptico de las profecías negativas.
Los ecuatorianos, salvo algunos de los que residen en Europa, que aspiran a la inhabilidad o ausencia del presidente, ratificarán su decisión plebiscitaria; sin embargo, el relevo debe estar cubierto por un titular que asuma la sucesión por ausencia definitiva. El primer mandatario no puede provocar que el Ecuador se derrumbe en lo que prevé el 146 de la Constitución; es decir, que, en caso de ausencia simultánea de presidente y vicepresidente, el mando de nación corresponderá al presidente de la Asamblea Legislativa que convocará a elecciones; por tanto, a un complejo y prolongado proceso. Como se dice en el argot popular, en esos cortos o dilatados espacios: “a cualquiera se le daña el alma”.
Dicen los que no saben de política ni de sus malabares, a los cuales se suma esta columna, que el primer mandatario debe pensar en un hombre/ mujer buenos, pero no tontos. Para el caso escoger a un ciudadano de absoluta confianza, de probidad notoria- ahora es requisito indispensable luego de recientes experiencias- y que no sea un histriónico militante político. Es igual a la historia de Grecia cuando cuenta del filósofo Diógenes el Cínico. Aquel anacoreta que, por plazas y lugares públicos, con una lámpara buscaba “a un hombre”. La historia no cuenta si lo encontró.