Los personajes de Cien Años de Soledad acarrean imperturbables sus pesares, prodigios y maldiciones; además, son la evidencia de la irreverente creatividad de Gabriel García Márquez. Como lo dijo su amigo -distante hasta la muerte- Mario Vargas Llosa, autor del desaparecido libro sobre los Cien Años “Historia de un Deicidio”: “Ha muerto un gran escritor cuyas obras dieron gran difusión y prestigio a la literatura de nuestra lengua”.
Sin embargo, sus personajes continúan merodeando como fantasmas irredentos: el coronel Aureliano y su cuasi fusilamiento, la implacable Úrsula Iguarán o Remedios La Bella que ascendió a los cielos. También se debe recordar al Gallo del Coronel que nos entretuvo para no desencajarnos ante la desilusión del jubilado que no tenía quien le escriba. Ante múltiples cuentos no podemos olvidar Los Funerales de la Mama Grande o la horrorosa cena que brindó el General Zacarías a los miembros del Comando Conjunto con el bien asado y aliñado cuerpo del general Rodrigo de Aguilar que había osado por la sedición. Entre tantas obras sería injusto no registrar aquellos diez cuentos peregrinos donde la ficción y la realidad se emparejan y distancian, como la misma intensidad de un matrimonio mal avenido como él mismo lo describió. Por ejemplo, el del Presidente caribeño exiliado en Suiza, la mujer que soñaba el porvenir de las familias que la acogían o la pobre señora que por la urgente necesidad de un teléfono y tomar un transporte equivocado, fue encerrada en un manicomio de mujeres confinadas por padecer delirios infinitos.
García Márquez nunca fue un político activo, pero siempre estuvo cerca de la actividad por ancestro o vocación. Privilegió el oficio del periodismo y sabía que la militancia puede estar entrelazada por excepción, pero que la cepa de prensa libre no da lugar a mezclas con otros licores. El coronel Aureliano venía de la guerras civiles que ensangrentaron su país, las aventuras de Miguel Littín en Chile, dice donde estuvo el corazón del escritor en las horas más represivas de la dictadura; finalmente, su amistad inquebrantable con Fidel Castro, más que con la revolución, muestran el fervor de un hombre que vivió al son de la pasión que identifica a los audaces e íntegros; no a los arribistas y cortesanos.
Sus palabras al recibir el Premio Nobel corresponden a un catecismo: “Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.