Un total de 111 vuelos se han suspendido en el aeropuerto de Cuenca desde finales de abril. El 28 de ese mes un avión de la aerolínea estatal Tame se salió de la pista al aterrizar en la capital azuaya; fue un susto grande y afortunadamente no hubo víctimas que lamentar.
Días después, el 5 de mayo, se reanudaron las operaciones, pero a medias. Desde esa fecha el transporte aéreo hacia y desde Cuenca depende exclusivamente del clima. Si llueve las operaciones del aeropuerto Mariscal Lamar se suspenden hasta que la pista se seque. Es una disposición de la Dirección de Aviación Civil con el fin de garantizar la seguridad en los vuelos.
Además se dispuso que hasta el 23 de agosto próximo las operaciones se suspendan cuando la pista esté mojada. Por eso los más de cien vuelos cancelados.
Esta situación causa malestar en los sectores productivos de la capital azuaya que tienen en el aeropuerto una herramienta de trabajo crucial. Autoridades, empresarios, migrantes, artistas, estudiantes, entre otros grupos, utilizan el transporte aéreo para cumplir sus tareas dentro y fuera del país.
Pero ahora están sujetos a una suerte de lotería: pueden haber comprado sus pasajes con anticipación, pero si llueve se ven obligados a cambiar sus planes, postergar reuniones, faltar a sus clases, etc.
También resulta sorprendente que un aeropuerto deje de operar por tener la pista mojada. Es una medida extrema que perjudica a toda una ciudad que aporta al desarrollo del país y deja ver que algo se hizo mal en los trabajos de recapeo de la pista de la terminal aérea cuencana.
Es tarea de las autoridades de la Corporación Aeroportuaria de Cuenca y de la Dirección de Aviación Civil encontrar una solución concreta en el corto plazo.
Está bien priorizar la seguridad de las operaciones, eso nadie lo discute. Pero también se debe pensar en que una ciudad no puede quedarse desconectada del país y del mundo de manera indefinida.