Las fotos que se han difundido de las maletas repletas de billetes al capturar a José López, secretario de Estado de Obras Públicas durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, el caos político y moral en que se debate Venezuela por el poder que genera el petróleo o las denuncias contra el Vicepresidente de la República Federativa de Brasil o en el Ecuador los efectos de los ‘Panamá Papers’, los silencios contractuales y salida intempestiva de altos funcionarios solo aportan a que las brumas de la sospechas sean cada vez más densas. Todos son hechos escalofriantes que asolan la conciencia de los ciudadanos comunes del continente.
No es que en estos tiempos se ha descubierto la corrupción política como un nuevo y extraño virus. Siempre, desde los tiempos bíblicos y un poco antes fue un pecado, pero jamás ha tenido la generalidad, la magnitud de la era actual y ha gozado de una extraña tolerancia social. Aunque sea tarde y para aliviar el espanto, ayuda repasar sobre estas circunstancias al profeta Jeremías en el Antiguo Testamento: “Se engordaron y se pusieron lustrosos, y sobrepasaron los hechos del malo… con todo, se hicieron prósperos, y la causa de los pobres no juzgaron” .
La corrupción centrada en el ejercicio del poder y en las estrategias para captarlo se ha juntado con el terrorismo y el narcotráfico como tres caballos del apocalipsis en el siglo XXI. No hay urgencia en encontrar el cuarto caballo para seguir la ruta de la terrible profecía de San Juan. Suficiente para el balance con los tres que cabalgan desaforadamente.
Por eso, para no caer en la inercia o la tolerancia es importante empezar por identificar tres hechos que coinciden para la fortaleza de la corrupción a un nivel de pandemia. En primer lugar, es necesario evaluar los efectos de la crisis ideológica mundial que se originó a raíz del fin de la Guerra Fría. Se eliminó el fragor de la militancia y la ética de la competencia política; luego, en el plano estructural del Estado, la aniquilación de la división de poderes que incidió en el dispendio de los recursos públicos ; y, finalmente, la eliminación de los obstáculos que impedían la reelección indefinida de los conductores. Este último factor genera una fuerza magnética de carácter piramidal donde las manos, al tiempo que aplauden y adulan, son libres para encauzar sólidos destinos personales. Existe un posible cuarto elemento de tipo: el religioso.
En muchos cultos los creyentes han aumentado como en ninguna otra era, pero parece que ha disminuido la influencia de las iglesias en el campo ético social de la sociedad. Así, se puede ser un cumplido e impecable feligrés y un audaz defraudador al mismo tiempo. Ojalá sea una exageración y haya que pedir perdón, pero es verdad que solo con audacia y la moral bien guardada se puede alcanzar al ‘tren bala’ cuando pasa cerca.