El equipo multidisciplinario del Hospital Luis Vernaza laboró en una sala con 40 camas para pacientes críticos. Foto: Enrique Pesantes / El Comercio
El 29 de febrero llegó al Hospital General Guasmo Sur la paciente cero de covid-19 en Ecuador. La infectóloga Paola Vélez había coordinado el plan de contingencia para este centro guayaquileño, el único hasta entonces designado para atender la enfermedad.
Tenían 24 camas en hospitalización y ocho en la unidad de cuidados intensivos (UCI). “Nos basamos en el porcentaje de mortalidad del que se hablaba, pero nos rebasó. Todo el hospital era una gran UCI y llegamos a tener 200 pacientes al mismo tiempo”, recuerda.
Han pasado poco más de cuatro meses de esa aplastante y dolorosa oleada que los equipos de terapia intensiva intentaron contener. Ahora, cuando el virus les ha dado algo de tregua, reflexionan sobre los protocolos, tratamientos y el servicio más allá del temor.
Vélez ha enfrentado microorganismos a lo largo de su carrera, pero ninguno como el nuevo coronavirus. Por eso recuerda que al inicio usaron equipos de protección similares a los empleados contra el ébola. “Utilizábamos monogafas más visores, botas más zapatones, ropa desechable interna más bata y overol”.
El blindaje no impidió que parte del personal presentara síntomas, incluso quienes no tuvieron contacto con pacientes. La respuesta que tiene hasta ahora es el contagio comunitario, que se elevó súbitamente en la ciudad de Guayaquil.
Entonces comprendieron la necesidad del uso permanente de mascarillas. Por esa omisión, José Vergara fue hospitalizado. El jefe de UCI del hospital Guasmo Sur fue internado en terapia intensiva, sobrevivió y regresó al trabajo en busca de tratamientos eficaces.
“Si algo cambió la historia de Guayaquil en medio de la pandemia fue el uso de corticoides y tocilizumab. Con su aplicación -dice-, desde la tercera semana la mortalidad descendió, al igual que los ingresos a áreas críticas. De hecho, yo recibí ese tratamiento”.
Una parte del personal médico afectado resistió y volvió a la pelea; otros perdieron la batalla. Así lo experimentó el Luis Vernaza, de la Junta de Beneficencia, que atendió a 290 pacientes en UCI.
Fue apocalíptico, señala Luis González, jefe de la unidad. “Aún no hay una medicina 100% efectiva pero sabemos que ciertas pautas disminuyen el impacto del virus. Lo esencial es buscar atención a los primeros síntomas”.
Entre esas pautas se incluyó el plasma convaleciente. El Servicio de Hematología agrupó 60 donantes que superaron la infección y no dudaron en dar sus anticuerpos.
El hematólogo Brenner Sabando intentó hacerlo pero su prueba PCR fue negativa. Así que junto con colegas del servicio -varios de ellos donadores- pasó jornadas enteras entre máquinas de aféresis para la extracción y el análisis de las dosis. “Aplicamos entre 300 y 400 mililitros de plasma por paciente. No hubo efectos adversos y quienes lo recibieron tuvieron una mejor evolución, aunque aún se debe investigar”.
Entre oxígeno, plasma y medidas extremas de bioseguridad hubo un aspecto poco conocido del cuidado de casos críticos: la alimentación. Celia Luna dirige el centro de nutrición del Vernaza y coordinó la preparación de las dietas.
“La enfermedad causa la pérdida de masa muscular, que afecta a la parte inmunológica. Y no solo me refiero a los músculos de brazos o piernas, sino a los respiratorios”.
Litros de fórmulas de calorías, proteínas y nutrientes fueron preparadas a la medida de cada persona, según sus comorbilidades, enfermedades preexistentes. Las mezclas se almacenaron en pequeñas bolsas para suministrarlas por sondas a los pacientes que permanecían intubados.
Liberar a un paciente crítico de una máquina de ventilación es un logro que describe con alivio la terapista Tamara Rocafuerte. En las extenuantes guardias de 24 horas, llegó a atender a 15 personas en el Hospital Los Ceibos del IESS.
“Cuando logramos que dejaran la ventilación mecánica empezamos la rehabilitación cardiorrespiratoria”. Entre ejercicios y posturas dio un nuevo respiro a los pulmones afectados, incluso en casos extremos como el de una mujer con 38 semanas de embarazo.
“Vimos a la muerte -dice- pero también experimentamos la dicha de ser parte de la recuperación de quienes ahora están con sus familias”.