Edith Rivera Cuenca es la profesora de Emely y Joseph, que llegó a su vivienda, en Ciudad de Dios, en Guayaquil. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
Llevan mochilas en lugar de capas. Sus armas tienen forma de libros y pizarras ligeras. Algunos usan chalecos llamativos; otros, botas para atravesar ríos y senderos fangosos.
Los maestros que dan acompañamiento pedagógico también son héroes. Escudados con mascarillas vencieron el temor al virus para llevar sus enseñanzas a barrios y alejados recintos, y luchar contra la deserción escolar.
Edith Rivera y Laura Choez caminaron durante cinco meses por las polvorientas calles de Monte Sinaí, en Guayaquil. Son parte de las 273 tutoras de Educando en el camino, un programa de la Alcaldía y la fundación Desarrollo y Autogestión (DyA).
“Cuando llegamos -en noviembre- los niños habían abandonado sus portafolios”, recuerda Rivera, que apoyó a 22 chicos de Básica.
“Ponían un dólar de Internet pero no había señal. Y algunos papitos no podían ayudarlos porque no saben leer”. Todos -dice ‘miss Edith’ con orgullo-, pasaron de año.
Hace pocos días culminó el ciclo escolar en la Costa, pero el teléfono de la tutora Choez sigue recibiendo mensajes de gratitud. Y los conserva con cariño, porque esas dos visitas por semana al sector de Ciudad de Dios le mostraron una realidad que desconocía.
“Es diferente ver al niño en la escuela, en su pupitre. Ahora los vimos en su entorno, con sus necesidades, y pese a todo sonríen con esperanza. Eso me dio fe para seguir”.
Entre dinámicas, sumas y restas, estos educadores los han rescatado del abandono escolar. Pero las cifras globales no son alentadoras.
El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) alertó que tres de cada cinco niñas y niños que perdieron el año escolar en el mundo por la pandemia viven en América Latina. En Ecuador, el Ministerio de Educación aún no tiene datos de la deserción en el ciclo Costa.
Una estrategia fue el programa Nivelación y Aceleración Pedagógica (NAP), que también tiene respaldo de DyA.
Paula Quinde es parte de esta iniciativa. Con 20 años de experiencia en escuelas particulares y públicas, este 2021 enseñó a 23 chicos, de entre 8 y 13 años, en humildes portales de caña. “Vi pobreza pero también muchas ganas de superación . Como maestra pasé horas de pie o en cuclillas, y me adapté para verlos avanzar”.
En Ecuador hay 267 docentes NAP que recorren sitios inimaginables. En sus rutas toman buses, motos, atraviesan tramos a pie o suben a canoas.
La jornada de Óscar Andrade empezaba a las 05:00, cuando salía aún a oscuras de El Carmen (Manabí). Finalizaba a las 21:00, luego de visitar a 23 alumnos en barrios de Pedernales y recintos de la vía a Chamanga, límite con Esmeraldas.
“Muchos ya no querían estudiar. Sentían frustración por no tener Internet”. La crisis económica por el covid-19 causa migración laboral de los padres y ha dejado tristeza y nuevas tareas sobre los chicos.
Andrade ha dado consejería y hasta pateaba un balón de fútbol como preámbulo para las clases. “Cuando llegué hubo un cambio porque les llevé la educación a casa”. Ahora el docente conserva las copias de los diplomas que dio a sus chicos el 11 de marzo, para impulsarlos a seguir sus estudios.
A Adriana López aún le restan tres meses para culminar clases en el ciclo Sierra. Ella es docente NAP en Sucumbíos y visita tres cantones cada semana. Pero uno de los tramos más desafiantes conduce a la comunidad Sinangoe.
Son casi dos horas de camino, más un río que cruza sobre una tambaleante tarabita y otro temible caudal que atraviesa en bote.
Ya en su destino se ha topado con el déficit nutricional que afecta al aprendizaje. “Algunos solo comen una vez al día y su desayuno es una chicha de yuca”. Al recordarlo se quebranta. Por eso en su mochila, en medio de sus materiales, suele llevar víveres.
Estos héroes saben que su misión va más allá de la enseñanza. Son consejeros y motivadores, como afirma Jaqueline Ferrín, maestra en Durán, en Guayas. “No importa la lluvia, el sol o el peligro -dice convencida-. Lo importante es llegar a los estudiantes”.
Y Diana Toaquiza añade otro peculiar rol: rastreadores. Por las noches, pese a la inseguridad, se internó en barrios del noroeste de Guayaquil para ubicar a las familias que dejaron de responder a las llamadas y los mensajes.
Subió a mototaxis, dio clases en veredas a quienes acompañaban a sus padres en la venta ambulante y visitó los ‘cybers’ que atraen a los chicos con videojuegos hasta convencerlos. “También somos amigos”.