En el área de emergencias del Hospital Carlos Andrade Marín, del Seguro Social. Foto: cortesía Hospital Carlos Andrade Marín
Aunque no se conozcan. Y sus edades, oficios y realidades no se relacionen entre sí, ellos están juntos. Los pacientes, familiares y el personal médico que enfrentan al covid-19 se refieren al virus como a un enemigo invisible, al que temen y combaten.
Raquel bordea los 40 años. Vive en La Colmena, en Quito. Todos los días, desde antes de las 16:00, espera la llamada de los médicos del Hospital Eugenio Espejo, para saber cómo sigue su mamá Teresa, de 57 (nombres protegidos). “Con ella hacíamos compras en el mercado de San Roque. Pero no sé a qué hora se contagió”.
El primer síntoma que tuvo Teresa fue tos. No era la primera vez que algo así le ocurría, por eso su hija la llevó a una farmacia. Les vendieron un jarabe para fortalecer los pulmones. Luego sintió dolor en el cuerpo; no pudo beber ni la manzanilla con jengibre que le preparó. A los 10 días dijo que le faltaba la respiración.
La señora lleva 18 días en el hospital. Ella y su familia (cuatro nietos de 20, 16, 14 y 8 años y el yerno) aprendieron a convivir con el ‘enemigo’ en casa. No les hicieron las pruebas para confirmar o descartar más contagios, pero les pidieron estar atentos ante síntomas.
“Tenemos miedo. A mi hija mayor le hemos dado medicina para contrarrestar la fiebre. Mi mami está intubada, espero que pronto salga. Pero no se sabe qué puede hacer el virus”.
Esa misma sensación de incertidumbre siente Edison Carranza, de 33 años. El 7 de abril llegó al Hospital Carlos Andrade Marín, del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social; tenía escalofrío y fiebre, pensó que podría ser alguna reacción por el trasplante de riñón que tuvo nueve meses atrás.
Edison es taxista en Pelileo, Tungurahua. No sabe exactamente cómo se contagió con covid-19. El 29 de abril salió del hospital y se mantiene aislado y con medicamentos, en casa de un familiar, en la capital.
Pese a eso no se siente victorioso, “aún hay que darle batalla a esta enfermedad. Los trasplantados tenemos defensas bajas. A veces me falta el aire. En el Carlos Andrade Marín me pusieron oxígeno, estuve en la sala crítica, no intubado, pero unas horas boca abajo. Y mis pulmones, gracias a Dios, reaccionaron bien”.
Tatiana Herrera no se ha contagiado. Pero como auxiliar de enfermería del Eugenio Espejo se pone en los zapatos de los pacientes y sus familiares.
Desde hace ocho de sus 37 años trabaja en la unidad de terapia intensiva. Y sabe que en ese espacio el riesgo de muerte es alto. Pero lo que ocurre ahora le provoca dolor, intensas ganas de llorar, incluso algunas mañanas desearía no tener que volver a ese sitio.
No es por falta de vocación, recalca. ¿Qué le ocurre? Antes de la emergencia, en un mes complicado tres pacientes fallecían en cuidados intensivos.
“Desde el 28 de marzo he tenido turnos en los que se mueren cuatro personas. Eso nunca lo habíamos visto”.
Ella trabaja en turnos de 24 horas, cada cinco días. Llega a las 07:30 y se coloca el overol sobre el uniforme quirúrgico y todo el equipo de protección, que relata le hace sudar, como si estuviera trotando. A veces se siente mareada por pasar horas con mascarilla y las monogafas. Solo puede retirarse todo e ir al sanitario en las pausas para la comida y a las 03:00, en su tiempo de descanso.
A las 08:00 del siguiente día sale del turno. Y al ingresar a su casa se desinfecta. Pero Tatiana y su esposo (policía) decidieron usar mascarillas incluso ahí, para proteger a sus dos hijas de 17 y 10 años y a su pequeño, de 5.
Admite que ha necesitado de teleasistencia psicológica para ganar fuerzas. Le dolió mucho el Día de la Madre ver partir a una señora, que no resistió. El médico tuvo que comunicarle a su familia lo ocurrido, por teléfono, ya que ahora no hay visitas ni nadie en las salas de espera, para evitar focos de contagio.
Su colega del Andrade Marín, el intensivista Segundo Lasluisa, entiende el dolor de la auxiliar de enfermería. Él ha llorado con sus pacientes. Cada quien reacciona diferente -comenta- algunas personas se ponen histéricas, otras gritan o se enojan porque están aisladas, sin familiares cerca.
“Este es un enemigo invisible. Mide menos de 0,5 micras (la micra es la milésima parte de 1 milímetro). No se sabe en dónde está. Puede hallarse en la manilla de la puerta, en la ventana, en la mesa del comedor o en la estación de enfermería”, apunta el médico.
Uno de sus pacientes fue Edwin Herrera, conductor de Emaseo, de 51 años. Ya en su domicilio, con alta hospitalaria, relata que desde el inicio les dieron charlas y equipos de protección. Pero sabía que estaban más expuestos, por el contacto con la gente y la basura. Por eso él “hasta tomaba bebidas naturales para reforzar el sistema inmunológico”.
El 26 de abril ingresó al hospital. Sintió miedo a lo desconocido. Salió el 2 de mayo, para seguir tratándose en casa. Su hermano y su esposa, de 36 años; sus hijos de 2 y 13; y hasta su mamá, de 71, se contagiaron. Se hicieron exámenes en un laboratorio privado. Y se recuperan sin mayores síntomas. “Mi hermano pensó que no me volvería a ver. Pero estamos batallando, quiero volver ya a trabajar con mis amigos”.