Un retrato de la tragedia de los niños inmigrantes

Menores inmigrantes esperan a ser transportados por la patrulla fronteriza de Estados Unidos, después de cruzar el río Bravo. Foto: Reuters

Menores inmigrantes esperan a ser transportados por la patrulla fronteriza de Estados Unidos, después de cruzar el río Bravo. Foto: Reuters

Menores inmigrantes esperan a ser transportados por la patrulla fronteriza de Estados Unidos, después de cruzar el río Bravo. Foto: Reuters

Las hijas de Manuela fueron abandonadas por un coyote en medio del desierto. La patrulla fronteriza las encontró al amanecer, sentadas en el borde de un camino, y se las llevó a un centro de detención para menores no acompañados. La una de 10 años y la otra de 8, aún llevaban puesto el vestido que les hizo su abuela.

Días antes de empezar su calvario, en dirección a la frontera entre México y EE.UU., la anciana había intentado, sin éxito, que se aprendieran el número de Manuela. Un día antes de su partida decidió coser el número en el reverso del cuello de sus vestidos y les dijo que no debían quitárselos nunca .

También les advirtió que sería un viaje largo y les ayudó con sus mochilas. En su interior apiñaron una Biblia, una botella de agua, nueces, un juguete y ropa interior.

En el centro de detención, un oficial vio el número que la abuela había cosido y llamó a Manuela. Parecía que el anhelado reencuentro familiar estaba más cerca, sin embargo, la odisea de sus hijas estaba recién empezando.

La tragedia de las hijas de Manuela es similar a la que viven en la actualidad miles de niños de toda Latinoamérica. Solo basta recordar las espeluznantes imágenes de las dos niñas ecuatorianas que, hace dos semanas, fueron lanzadas por coyotes, desde el muro que divide México y Estados Unidos. La de las hijas de Manuela es una de las historias de ‘Desierto Sonoro’, la novela de la mexicana Valeria Luiselli.

En esta obra, Luiselli (Ciudad de México, 1983) teje una trama, entre ficción y no ficción, conectada por dos historias: el final de una pareja y su intento por salvar la familia que construyeron y el drama que viven los menores inmigrantes. Las dos historias están marcadas por los desplazamientos físicos y por el mundo sonoro; lo que se dice, pero sobre todo lo que se calla.

La historia de la pareja comienza en Nueva York. La narradora es una periodista política, que hace una pausa en su carrera y se embarca en un proyecto cuyo objetivo es registrar y catalogar los sonidos emblemáticos de la ciudad. Allí conoce a su marido, un especialista en acustemología.

Ella comienza a interesarse por registrar los cientos de idiomas que se hablan en la ciudad. En medio de esa tarea, se encuentra con Manuela, una mujer mixteca con la que hace un trueque: registrar su lengua materna a cambio de ayudarla a traducir unos documentos de sus hijas que acababan de llegar a Estados Unidos, después de haber cruzado la frontera a pie.

Allí comienza la historia de los niños inmigrantes, las de las hijas de Manuela y la de los siete menores que protagonizan ‘Elegías de los niños perdidos’, un libro que la narradora lee a sus dos hijos, durante las noches en los cuartos de hotel, mientras viajan desde Nueva York hasta Texas.

Como sucede en la vida real, los protagonistas de ‘Elegías de los niños perdidos’ viajan solos, sin sus padres, sin sus madres, sin pasaportes y sin maletas. Con suerte llevan una mochila o una bolsa en la que guardan algo de comida, un dulce o algún pequeño objeto familiar al que se aferran con la fuerza con la que las raíces de los árboles se sujetan a la tierra. Viajan a pie y también encima de un peligroso tren, siempre expuestos a los abusos de los coyotes.

En medio de la narración de la travesía inhumana a la que son sometidos los niños inmigrantes, Luiselli tensiona la ficción y el documento.

Cuenta, por ejemplo, que los niños que logran cruzar la frontera -muchos mueren en el desierto-, no son deportados de inmediato porque existe un estatuto antitrata de personas.

También narra que cuando los menores indocumentados llegan a la frontera, se le somete a un interrogatorio realizado por un oficial de la patrulla fronteriza. El propósito es determinar si el menor tiene razones suficientes para solicitar asilo en el país. Asimismo, que los menores que llegan de Centroamérica no pueden ser deportados de inmediato y se les debe dar audiencia en tribunales, antes de ser deportados. Mientras que la normativa estadounidense permite expulsar inmediatamente a los menores mexicanos capturados en la frontera.

En ‘Desierto Sonoro’ también se cuestiona el adultocentrismo y se plantea lo importante que es para la sociedad contemporánea prestar atención a la voz de los niños, sobre todo, permitirles que ellos cuenten su versión de la historia. Con ese afán, en un pasaje de la novela el hijo de la protagonista, un niño de 10 años, se convierte en el narrador, justo después de haber sido testigo de la deportación de un ­puñado de niños, que fueron embarcados en un avión.

Con esta historia, Luiselli logra convertir el dato y la estadística, sobre la tragedia que viven todos los niños que a diario intentan cruzar una frontera -porque no hay que olvidar a los niños sirios, a los venezolanos o a los marroquíes-, en una serie de imágenes que quedan clavadas en la memoria del lector. Un recordatorio de que esos miles de niños inmigrantes, más que buscar el sueño americano buscan una escapatoria a la pesadilla cotidiana que viven en sus países.

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