En el cementerio General de Guayaquil, familiares, fanáticos y amigos del cantante Julio Jaramillo realizaron un homenaje en su honor por el aniversario de su muerte. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
Solo Julio Jaramillo Laurido puede transformar un desolado corredor del Cementerio General de Guayaquil en una sala de conciertos. Lo hace cada 9 de febrero, cuando la sombra de un viejo árbol de acacia rojo cobija a algunos de sus fanáticos, mientras otros separan un espacio en los balcones de un pabellón de bóvedas cercano.
Hoy, como desde 1978, se reunieron para recordar 38 años de la partida del Ruiseñor de América. Pero aquí, junto a la puerta 13 de panteón, no había cabida para el llanto o la nostalgia. Solo se oían risas, cantos, anécdotas que terminaban en carcajadas…
“El día de su muerte me dieron una paliza en el cuartel porque estaba escuchando en la radio cuando Julio agonizaba”, contaba un hombre canoso. “A mí casi me botan del trabajo -decía otro-. Cuando supe que estaba en la clínica Domínguez fui a hacer vigilia”.
De la muchedumbre que coreaba los cánticos de J.J. con frenesí, salió un caballero elegante, de terno y corbata pese a la humedad invernal y caminando a paso lento. “Yo fui amigo personal de Julio, soy Alfredo García Medina”, y sacó una caja de cigarrillos.
Un tabaco se consumió en sus manos al recordar sus andazas de juventud en su natal Balzar (Guayas), donde vivió experiencias inolvidables con el popular cantante, entre las cantinas y las veredas donde bebía hasta el amanecer, las presentaciones y el amor. “Somos de la misma edad -García va a cumplir 81 años-. Él nació el 1 de octubre y yo nací el 1 de agosto de 1935”.
Su amistad, dice, se forjó en la adolescencia. “Nos conocimos cuando éramos muchachos. Era un auténtico hombre del pueblo; hay otros que pisan la lumbrera de la fama y empiezan a respirar por la frente. Él no, él siempre fue humilde”.
El olor a tabaco envolvió el ambiente. Y el penetrante aroma del aguardiente embelesaba a los que se iban sumando. Una guitarra y una botella de licor descansaban junto a la imagen de Cristo, en la tumba de un tal José, rodeada por flores marchitas.
Todas las rosas se apilaron en el mausoleo de J.J., donde se improvisó una tarima con un viejo micrófono, como los que él usaba. Desde ahí, Alonso Montero resucitaba a su ídolo con Incertidumbre, una de las más de 5 000 canciones que, según sus seguidores, entonó la leyenda del pasillo ecuatoriano.
“Hoy, como cada año, Julio abre una ventana en el cielo para oírnos”, era la antesala Guillermo Albuja. Su voz vibrante retumbó entre las lápidas desteñidas por el sol. El radiodifusor fue testigo de la fama de J.J. que se propagó por la frecuencia de Radio Cristal, donde también miles le dieron el último adiós en un auditorio que hoy lleva su nombre.
El repique de las guitarras dio paso a Licor bendito. Entonces las botellas se elevaron para brindar con el busto de piedra, tallado en honor al ruiseñor.
La melodía le trajo más recuerdos a don Alfredo. “Cuando quería pasar bien iba a mi pueblo. Nos quedábamos dos o tres días en fiesta, en celebración, tomábamos bastante y bebíamos de todo… Nunca vivimos en sano juicio”.
Julio Jaramillo murió cuando tenía 42 años de edad. Ese día, su amigo Alfredo canceló un viaje a Riobamba por asistir a su funeral.
Unos años después, por el bendito licor, también padeció de problemas hepáticos y pancreáticos, como los que le arrebataron a su inseparable compañero. “Sobreviví y ya no bebo más, sino estaría como ellos -y señala a los sepulcros- Aquí hay algunos amigos de Julio guardados, algunos de esa época ya han fijado residencia aquí”.
Pero esa galantería del gran J.J. todavía le acompaña. “Siendo feo, negro y pobre, nunca las mujeres me han dicho: ya no te quiero, lárgate”, dice sonriente.
La música no paró. El requinto de Ney Moreira hizo delirar a los congregados al son de ‘Elsa’. Don Alfredo buscó ahora un espacio en el balcón con vista al panteón de su amigo. “Tuvo muchas mujeres, pero ella no cayó. Le prometió todo, hasta matrimonio, pero se le escapó”.