Maldito entre lo malditos, Isidore Ducasse, el poeta uruguayo, que se dio a conocer como el Conde de Lautréamont, no deja de ser un enigma a más de 140 años de su temprana muerte (tenía 24 años). Si bien su obra, ‘Los cantos de Maldoror’ ha trascendido, poco se sabe de los días de su autor; incluso después de su fallecimiento, el misterio y el azar jugaron para desaparecer indicios de su vida. “Sé que mi aniquilación será total”, había profetizado Ducasse.
Pero a Ruperto Long la fascinación por el literato le llevó a investigar y escribir ‘No dejaré memorias’, donde recrea desde la ficción, en base a ciertos hechos, la vida del poeta. La chispa que encendió este proyecto estuvo en los debates que en 1952 mantuvieron varios intelectuales (Sartre, Breton y Paz, entre ellos) a propósito de la aparición de ‘El hombre rebelde’, de Albert Camus. En un capítulo de ese libro ‘Lautréamont y la banalidad’, el argelino lo mencionaba como ‘el rey de los rebeldes’, pero no de la rebeldía que él buscaba, pues aducía que la irreverencia de Lautréamont se agotaba en el mismo texto.
Desde allí y desde el influjo que Ducasse tuvo sobre pintores y escritores del siglo XX (fue fundamental para el surrealismo), Long desovilló su recreación. Al principio con el temor de enfrentar a una figura de culto y a sus ‘sacerdotes’; pero lo hizo, abriendo interrogantes y evadiendo la canonización del poeta. Para Long, Ducasse fue un escritor siempre joven en un mundo convulso: nació en una ciudad sitiada y murió en otra, un París decadente. Neruda escribió en Lautréamont reconquistado: “La noche le robaba hora por hora el rostro. / La noche de París ya había devorado / todos los regimientos, las dinastías, los héroes, / los niños y los viejos, las prostitutas, los ricos y los pobres”.
Lo que se sabe de su vida afectiva es escaso, pero hay testimonios de quienes lo vieron acompañando a muchachas y prostitutas en Montevideo y en la capital francesa. Así también lo imaginó Long, para quien Ducasse era “un muchacho joven que vivía sus pasiones y sus temores; tenía un temperamento de hierro, pues siguió a pesar de las contrariedades, la pasó muy mal estudiando en Francia y con los editores”.
Con tres epígrafes significativos arranca el libro de Long: uno de Camus, otro de Le Clézio y el tercero de Michel Pierssens (“el papa de los estudios sobre Lautréamont”, apunta el uruguayo). El último le trazó un camino a Long, pues en él se señala que para llegar a la vida real de Ducasse, es necesario inventar muchas vidas imaginarias; así ante los vacíos en la biografía acudía la ficción. El epígrafe de Camus sirvió para ver al Conde con los ojos del siglo XX, desde la impronta que dejó para los movimientos sociales incluyendo el legendario Mayo del 68.
Lo de Le Clézio fue porque cuando el francés visitó Montevideo se fue hasta un acantilado, donde el agua que chocaba contra las rocas lo mojaba. “Yo comulgué con ese mar, esa agua es la misma que lo debe haber bañado a él”, relató Le Clézio en referencia a Lautréamont.
La estructura del libro se vale del recurso del manuscrito hallado, como un efecto para la ficción. Tal manuscrito es encontrado en el Ecuador por un investigador que se entrega al misterio de Lautréamont, a partir de la mención que el poeta uruguayo hiciera desde una buhardilla parisina, sobre Dolores Veintimilla de Galindo. Así, la poeta romántica ecuatoriana, una desconocida en la Europa de Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y De Nerval, es clave en el libro que Long pone a discusión y en manos de lo lectores; más de uno -seguramente- devoto del Conde de Lautréamont.