Poco antes de concluir el 2011, la prensa difundió las escenas del imponente funeral del dictador de Corea del Norte, Kim Jong-il, auto nominado “amado líder” de su pueblo. Las gráficas mostraban una multitud llorosa e histérica que soportando gélidas temperaturas invernales prorrumpía en alaridos de dolor y se arrojaba al suelo. Gráficas elocuentes que invitan a reflexionar acerca de cómo un poder totalitario y tiránico puede envilecer a una población hasta la paranoia.
El Régimen que hoy gobierna Corea del Norte es un rezago arcaico del sistema estalinista y arbitrario que fracasó en la URSS, una excrecencia maligna en el contexto de la modernidad, pues se alimenta de una exótica ideología (la “zuche”) que predica la autonomía política, la autarquía económica y la autorreferencia cultural.
En otras palabras: clausurarse, autocontemplarse, ser autosuficiente, no depender sino de sí mismo. Para sostener tal empeño ha debido aislarse del mundo, irrespetar las normas de convivencia que rigen entre naciones, convertirse en un reino ermitaño, practicar una política de crustáceo. La dictadura del partido único, el culto a la persona del líder mesiánico, el enorme ejército que mantiene en pie de guerra, la falta total de libertad de expresión, el control ideológico que el Régimen ejerce en cada habitante (incluso en los recovecos de la vida privada) han convertido a Corea del Norte en un Estado dictatorial, despótico e invasivo, verdadero monstruo mitológico, una suerte de leviatán que vigila cada paso de sus ciudadanos; en fin, en el país del Gran Hermano, esa pesadilla que George Orwell imaginó en una de sus novelas.