Últimamente, la idea de que el país requiere entrar en un proceso de reconciliación nacional va tomando cuerpo, a fuerza de las circunstancias. La actoría social concuerda en que hay varios aspectos que se están volviendo insostenibles: una marcada polarización que parece insalvable; un proceso sostenido de desinstitucionalización que tiene varios años; y una crisis de seguridad con una violencia inclemente.
Por otro lado, tampoco ayuda el mal desempeño de la actoría política. En teoría, ellos, los políticos, son los que deberían dar al pueblo esperanza y confianza en el futuro. Pero, su actuación provoca desencanto, y, un hartazgo generalizado. La agenda errática de una Asamblea –seno político del país- que en lugar de, proponer leyes que contribuyan a solucionar los problemas nacionales, está enfocada en buscar formas de salir del Ejecutivo, tiene sumido al país en un vilo permanente. A veces, parecería que para ellos, el imperio de la ley ya se ha vuelto un asunto casi discrecional.
Y mientras, los ciudadanos como siempre en un interminable compás de espera, aguardando esas políticas que no llegan, esos planes de seguridad que no se ven, obligados a polarizarse entre un extremo y otro, porque no hay más. En ese escenario, parecería que una reconciliación podría funcionar. Pero acá la pregunta es: ¿cómo y con quién?, y, ¿cómo hacer que esto no termine en más impunidad?.
Conceptualmente, la idea es buena, porque siempre la unidad por principio rompe con la división y podría recomponer una sociedad fracturada. Pero, un proceso de reconciliación nacional plantea una responsabilidad enorme para quienes la lideran. Primero, demanda un trabajo de dominio del ego y luego plantear una estrategia fina de mediación y diálogo político, alrededor de un objetivo común, que en este caso debe ser, salvar la democracia sobre la base de paz y justicia. Podría ser la luz al final del túnel. Estamos preparados para ese sacrificio?