Como en toda revolución que se precie, la amenaza a su supervivencia no lleva sino a su radicalización. Ese ha sido el tono de las primeras declaraciones de los voceros del Régimen sobre los acontecimientos del 30-S. Sin embargo, no está completamente claro lo que se entiende por radicalización. Una mirada inmediatista que surge ‘al calor de los acontecimientos’ apunta en dirección a predisponer con celeridad correctivos que impidan que hechos como los del 30-S puedan repetirse; otra, de más profunda reflexión, se interroga sobre las dificultades que prueba el modelo político diseñado en Montecristi, por afirmarse en la realidad a través de la elaboración de las distintas leyes orgánicas impulsadas por la Asamblea Nacional. Ambos derroteros son complejos; en el un caso, se trata de rediseñar la institucionalidad de la seguridad interna y externa, proceso que no es de simple solución y cuyos resultados no son inmediatos; una solución no suficientemente radical en esta dirección podría traer la reedición de procesos de desestabilización como el del 30-S; en el segundo caso, la radicalización aparece más problemática: si por ella se entiende ir hacia la realización de las raíces auténticas del modelo, ello significaría ‘radicalizar’ en dirección a imponer mediante el juego del veto, la lógica implacable del modelo concentrador de la Constitución de Montecristi.Hasta el momento, más que soluciones de fondo, lo que ha primado es la repetición, eso sí más estridente que antes, de la retórica revolucionaria a la que nos quieren acostumbrar en América Latina los gobiernos de Cuba y Venezuela. Una retórica que configura una realidad dicotómica: la revolución (buena, incuestionable, profunda) y sus enemigos (perversos, malintencionados, conspiradores). Este estilo de definir la situación excluye cualquier intento de levantar un debate democrático sobre los problemas de fondo que estuvieron tras la desestabilización política del 30-S, descalifica a los contendores y limita la acción del Gobierno a la búsqueda de culpables.Sería, al contrario, muy saludable para la vida política , que el actor mayoritario introduzca ajustes a la línea de la elaboración legislativa, que abra el diálogo con aquellos actores que se han visto excluidos de los procesos de construcción normativa. Que instaure un debate amplio y plural sobre las reformas de fondo en el campo de la seguridad y en la necesaria revisión de todos aquellos aspectos que en la Constitución de Montecristi y en sus derivaciones normativas existen de concentración absoluta y total del poder. En ambos casos el 30-S aparece como un momento de viraje en la trayectoria de la ‘revolución ciudadana’. La ciudadanía espera claras definiciones sobre lo que el Régimen entiende por radicalización.