Columnista invitado
Fue en la España republicana cuando un jornalero grabó para la inmortalidad una frase que condensa en esencia y horizonte la dignidad humana: “En mi hambre mando yo”. Al ser requerido por el capataz de un cacique, a fin de que vote conforme el pedido de su amo, el humilde labriego le espetó: “En mi hambre mando yo”, arrojando a su cara los dos pesos que le ofrecía.
Este episodio es uno de los que mejor define y contiene la dignidad del ser humano. Salvador de Madariaga, el memorable autor de “El corazón de piedra verde” y las biografías de Colón y Cortés, recogió esta anécdota en el liminar de uno de sus libros sobre la historia de España. Pero, ¿qué es la dignidad? ¿Deber, derecho, legado, contingencia, destino… o una insulsa palabra que, sin embargo, conmueve, fortalece o enerva a quienes piensan en ella? Al pronunciarla ya estamos identificándola, rehusándola o averiguando su fuente y sus fines.
Griegos y latinos dilucidaron sobre la ‘dignidad’. Grecia avizoró la proclividad del ser humano a creerse merecedor de las más elevadas jerarquías, pero exigió que hay que merecerlas (‘dignitas’). Platón habló de la ‘timocracia’: desaforada búsqueda de ‘honores’. La figura del seudocaudillo de la década extraviada que aún ronda por nuestros lares, dando la vuelta al mundo, acopiando doctorados honoris causa gestionados por una cáfila de siervos, es la estampa irrisoria del timócrata.
En la mundialización que vivimos, la palabra dignidad se ha estropeado al punto de que se la mira maltrecha, deambular a los tumbos, a punto de expirar. No hay códigos que demanden una conducta íntima para que los seres humanos podamos discernir entre las burbujas de la sociedad del espectáculo -enajenación por las redes y consumismo aberrante-, y lo que en verdad es medular para el bien social.
¿Se debe ser digno solo cuando ocupamos zonas de poder? No. Mediante su ejercicio nos distinguimos de las otras especies. Nacemos dignos. La modernidad alumbró este concepto y la noción antropocéntrica del universo y de la existencia humana confluyó para esta ideación. “El hombre está imbricado al centro del mundo del cual es, a su vez, su centro”. Dignos son los hombres y las mujeres que cultivan la honestidad, el respeto, la modestia. No a moralismos, sí a la dignidad. “Los moralistas deberían llevar dos hojas de parra en los ojos”, dice el escritor Stanislaw Jerzy Lec.
En la autollamada revolución ciudadana, hombres y mujeres ambiciosos ejecutaron los ‘oficios’ más innobles: para ascender asumieron la misma postura que para arrastrarse. Por allí una legisladora ofreciendo paraísos para trucar la declaración de una testigo en contra de su idolillo. Por allá ministros asediados por falsificaciones, plagios, corruptelas, ofreciendo carantoñas al nuevo gobernante, luego de ser obsecuentes del déspota que desmembró el país. ¿La palabra dignidad, entre otras que comprenden los valores consustanciales del ser humano, en su ocaso?