No existe consenso acerca del origen de esta expresión que usamos con frecuencia en castellano. Algunos historiadores la atribuyen a Hernán Cortés que, durante la conquista de México, en medio de un motín, habría ordenando destruir (al parecer la hundió) buena parte de su flota para que nadie tuviera la tentación de regresar a España. Sin embargo, la opinión mayoritaria dice que el término nació en el año 332 antes de Cristo durante el asedio de Tiro en la costa fenicia (hoy Líbano), cuando Alejandro Magno decidió quemar varias naves de su flota para evitar que sus soldados pensaran en la posibilidad de huir ante la enorme mayoría de tropas enemigas.
En todo caso, sea cual fuere su origen histórico, el término hoy se aplica para aquellas circunstancias en las que alguien decide ir por un objetivo específico sin opción de recular en el camino.
En el actual ambiente político que vive el país, me temo que varios personajes han resuelto quemar las naves ante el espectro de la contienda electoral definiéndose en el horizonte.
La desesperación es un factor común que se repite en casi todos los casos de piromanía política a los que hemos asistido y asistiremos en las siguientes semanas, pero su origen puede ser muy distinto dependiendo del candidato. Por ejemplo, se escucha que varios postulantes han resuelto inmolarse ante el pueblo y con el pueblo porque han sentido el llamado de la patria en una suerte de iluminación divina que ya tiene visos de pandemia. Otros, en cambio, han recibido “el llamado” directamente en sus bolsillos o en sus estados de cuenta, que en estos tiempos solo reflejan números rojos y deudas acumuladas; o alguno incluso, aunque no lo diga abiertamente, lo ha recibido por voces intermedias, tenebrosas, de parte de sus más fervientes acreedores.
Por supuesto, también están los personajes patéticos que, además de los motivos ya enunciados para llegar al poder, reciben ráfagas de sinos celestiales de ensueño tales como ver a su equipo de fútbol entre los campeones de América, bajarse un helicóptero a tiros desde el balcón del palacio de Carondelet, evitar la fatiga del extenuante trabajo de prefecto que alguien aún no comienza a ejercer; desdolarizar e instaurar en el país los poderosos sucres que compitan mano a mano en los mercados internacionales con el gran bolívar venezolano; arrancar de raíz a Satanás del alma infiel, fiestera y beoda de los ciudadanos…
Y, claro, no pueden faltar tampoco los que anhelan meter en una pira monumental no solo sus naves sino también los expedientes judiciales que los acusan, las sentencias que los inculpan, las leyes que los juzgan, las voces que hoy no se callan, los muertos que los invocan, los informes que los incriminan, los contratos que los salpican, los negocios turbios que los obligaron a huir, e incluso su propia Constitución, la de los trescientos años, que ya no les acomoda ni les calza ni les permite rearmar su flota para volver por el resto del botín.