Es un tema terrible, difícil, delicadísimo, que hiere nuestra sensibilidad todavía católica, apostólica y romana; pero si cada día la pura y terrible realidad nos somete a estas atrocidades ¿cómo no hablar de esto?; ¿cómo no exhibir alguna hipótesis que ayude a entender el horror? Juan Pablo II, el papa polaco que no es santo de nuestra devoción, como pueden serlo Juan XXIII o el mismo Francisco, dijo que el infierno, “no es un lugar físico entre las nubes, sino la situación de quien se aparta de Dios”, (¡cuánto más profundo es este infierno que el que, aterrados, imaginábamos en nuestra infancia, al fondo de una sima infinita!). De aquí, a la afirmación sartriana de que ‘el infierno son los otros’ no hay distancia. Ejemplos: el infierno para tantos, desde hace tiempo, esta infinita desgracia son los curas violadores que envenenaron la vida de tantos niños y jóvenes, desde su privilegiada vocación…, y el silencio de obispos cómplices, mitrados desde su cielo arriba, contemplando…
Pero lo nuestro es tratar de entender… Lejos de mí el menor intento por justificar casos que nos llenan de rabia y hastío, de horror al ser humano que somos, al que ellos son…, pero, lo dicho: ellos son, como nosotros, humanos que viven entre exigencias inhumanas: sometidos al celibato, alejados de por vida de toda expresión de afecto, de presencia familiar, de intimidad, muchas veces con infancias marcadas por la miseria, luchan por su fe, por aceptar y aceptarse, sin formación teológica que los sostenga. ¿Se plantea estas exigencias la madre iglesia? ¿Ve los sucedáneos a la familia que tantos sacerdotes buenos andan mendigando, las pequeñas glorias, la fama, la aceptación social, el dinero, ¡el dinero!? ¿Comprende la iglesia la sociedad frívola, exhibicionista en que se hallan sus hijos, sociedad que toma a los curas ‘decentes’, ‘conocidos’, con buen talante físico, como emblema de clase para sus celebraciones mundanas? ¿Espera, esa madre, que se mantengan impolutos en su soledad y sus legítimas nostalgias, entre el lujo y la apariencia? El mal, el pecado, la superficialidad en que vivimos lo convierte todo, aun el milagro maravilloso de la infancia, en pura materia, en nada.
Creo en la santidad de San Juan de la Cruz, en la de Teresa de Ávila, en la de Jesús, ¡cómo no!: vidas heroicas; muchos llamados, pocos, muy pocos escogidos. La iglesia debe pensarlo, no rehuirlo. Sentirse responsable, no víctima. Y las auténticas víctimas, ¡Dios santo!, ¿puede pedírseles, en buena ley, perdonar?
Pero, dirán ustedes, ¿qué decir de tantos maestros ecuatorianos, no precisamente solos, pero depravados, desgraciados, miserables?… ¡El tema es atroz! ¿Y qué, de la inacción oficial, de la de nuestra ‘justicia’?
Cada día se destapan estos crímenes sin nombre ni perdón. Además de causas como las descritas, que, repitámoslo, no justifican y apenas describen el alcance de las heridas provocadas por tanta inmundicia, lo último de lo último es callar. ¡Hablemos, pues!