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Existen miles de historias de corresponsales de guerra abatidos por balas perdidas o fuego cruzado, o fotógrafos que consiguieron segundos antes de su muerte aquella imagen insólita e inconcebible; o los camarógrafos o reporteros que se vieron sorprendidos por una catástrofe natural, alcanzados por las esquirlas de una bomba o aplastados por una turba cuando intentaban transmitir o recoger una noticia o seguir de cerca un evento importante. Existen muchos casos como los de Paúl, Javier y Efraín, y de otros profesionales que en el desempeño de su oficio se encontraron frente a frente con el horror y sus trabajos e investigaciones nunca pudieron ser publicados.
El periodismo siempre ha sido un oficio peligroso incluso en las sociedades más desarrolladas, pues por encima de la solidez jurídica y política de un Estado, el ser humano, forjado con las arcillas del bien y del mal, ha demostrado ser una especie temible y devastadora no solo con la naturaleza y los demás habitantes del planeta, sino también y de manera especialmente atroz con sus congéneres.
Si en las tiranías y dictaduras el periodismo resulta ser un oficio suicida, en los países con democracias endebles es sin duda una profesión temeraria que requiere de preparación académica, vocación, olfato y un agudo sentido de conservación y también de valentía para enfrentarse, a cuerpo descubierto, con todo tipo de fieras y animales peligrosos en sus oscuros dominios.
Durante la década pasada el Ecuador vivió la época del derroche a manos llenas, del insulto, la confrontación y la persecución a todos aquellos que no compartían el sacramento del poder o que se atrevían a cuestionarlo o a dudar de su divino origen. Fue la época de la mayor corrupción jamás vista en nuestra vida republicana, la de la mayor descomposición ética y el descalabro moral más estruendoso; la época de la implosión de la institucionalidad y de la violación impune de derechos fundamentales; fue también la época más riesgosa para los periodistas no obsecuentes ni sumisos con la autoridad, que se convirtieron en el mayor enemigo de aquel que buscó doblegarlos, atemorizarlos, silenciarlos…
Pero a pesar de los riesgos que vivió la prensa, del acoso y la persecución de que fue objeto, a pesar del exilio, de la destrucción y de la desaparición de varios periodistas, siempre hubo profesionales dispuestos a combatir al poder con el arma sencilla de la palabra y la verdad, dispuestos a denunciar, revelar y descubrir toda la porquería que se ocultaba en los techos falsos o en las caletas recién abiertas, o, quizás, en los lejanos destinos de esos espectrales vuelos oficiales.
El periodismo siempre ha sido un oficio peligroso, pero su labor es esencial para la consolidación de un Estado de derecho. Así como sobrevivió a la década de la devastación, sobrevivirá también a la remoción de escombros, al desvelamiento de las momias y al descubrimiento de sus grandes tesoros ocultos.