El destino del Superintendente de Comunicación está ya definido y, no hay nadie que haya salido a defenderle. Tampoco cabe duda de que la censura y la destitución son absolutamente merecidas, pues pocos funcionarios del correismo abusaron tanto del poder. Pero cuidado con pensar que, producida la salida de este funcionario nefasto, ha concluido la tarea de reconstruir la vigencia plena del derecho a la información y a la libre expresión. De ninguna manera.
La persecución emprendida por Ochoa, que los abusos cometidos, que la negación sistemática de los derechos de los medios, de los periodistas y de los ciudadanos, se produjeron precisamente porque la ley los permitía o los toleraba, o porque las ambigüedades se interpretaban en el sentido más favorable a la persecución.
La Ley de Comunicación es uno de los engendros más perversos que nos ha quedado de esa década. La ley estuvo pensada y redactada para coartar la libre expresión de la sociedad mediante un implacable control y un arsenal de sanciones.
Para tal objetivo la Ley creó la Superintendencia de la Información y Comunicación, cuya función es la vigilancia, auditoría, intervención y control, con capacidad sancionatoria. Y es evidente que ejerció sobradamente estas atribuciones. Por otra parte en la Ley aparecen disposiciones tan singulares como las treinta “normas deontológicas” mínimas, la información de relevancia pública, el linchamiento mediático, la prohibición de censura previa, la equidad en casos judiciales y varias más, conceptos que podían ser y fueron interpretados discrecionalmente por el ente sancionador. Y este podía llegar a imponer “una multa equivalente al 10% de la facturación promediada de los últimos tres meses presentada en sus declaraciones al Servicio de Rentas Internas”. Una sanción que podía poner a cualquier medio al borde de la quiebra. ¿No era ese el objetivo final de la ley y del gobierno que la inspiró, la aprobó y la utilizó reiteradamente?
No basta con censurar y destituir al funcionario ejecutor de las potestades sancionadoras que establece la Ley. Es seguro que se excedió en su empleo, es seguro que las interpretó en la forma más negativa, es seguro que se valió de todos los resquicios y fisuras; pero constan en la Ley. Y no está fuera de las posibilidades que en un futuro, próximo o lejano, acceda a la Superintendencia otro personaje de parecida catadura que quiera implantar nuevamente un reino del terror contra los medios, contra los periodistas, contra los ciudadanos.
En definitiva, hay que hacer algo con la Ley, lo que se viene anunciando desde hace casi diez meses, sin que se haya dado un paso concreto. En mi opinión lo mejor sería derogarla, pues hay en el ámbito jurídico suficientes previsiones legales para corregir los excesos o abusos en que pudieran incurrir medios y periodistas; pero si tal solución parece exagerada, al menos debe ser reformada a fondo, empezando por la desaparición de la dichosa Superintendencia.