Si la educación formal en escuelas y colegios ecuatorianos muchas veces no es pertinente para el digno vivir de las comunidades, es necesario contar con espacios que refuercen o abran la posibilidad de convocar y evocar temas, problemas, miedos, esperanzas, que, en suma, sirvan para crear espacios propicios para el desarrollo de procesos de pensamiento y criticidad en el tiempo y en el lugar donde se encuentran. Me refiero a los museos. Pero no a todos; la gran mayoría se ha escolarizado o nació escolarizado, imponiendo una forma de pensar, con discursos declarativos impertinentes centrados en fechas, héroes (dudosos), declamaciones políticas (partidistas) o religiosas (excluyentes); lugares donde el público va a recibir un paquete prefabricado de ideas manipuladas; donde el conocimiento no es un medio sino un fin.
Un diagnóstico realizado el año pasado por el Sistema Metropolitano de Museos y Centros Culturales (Simycc) nos dice que solo en Quito existen 124 espacios culturales; argumenta que muchos aún siguen anclados en la vieja museología, que sus contenidos son clásicos y lineales, que la guianza o mediación es dirigida y que dejan poco margen a la imaginación o debate públicos. Museos o centros que se abrieron hace 20 años no han cambiado sus guiones, ni sus piezas; las reservas en triste estado, guardan aquello que podría servir para articular y reactivar nuevas y frescas discusiones en torno a un período histórico, una problemática actual o un grupo de artistas. Pero podrían no tener obra, salir de los espacios cerrados en un lugar determinado en búsqueda de nuevos públicos. Hablamos de arte y transformación social, de museos y comunidad.
El museo o el centro cultural son espacios de comunicación altamente sensible. La nueva museología rompe las barreras de aquel recinto cerrado cuidado por las musas que promulgó el período Romántico durante el siglo XIX y que estaba destinado a unos pocos; la museología de hoy se centra en la comunidad, pone en juicio crítico aspectos insostenibles, forma audiencias, crea resistencia a su propia gestión.
Mas esta transformación de raíz requiere de manera urgente la profesionalización de los propios trabajadores en los recintos; recordemos que la mayoría se ha formado en la praxis diaria, con poca exposición a las nuevas teorías y debates en el área de políticas culturales, la gestión o la museografía.
Por todo lo dicho, los nuevos directivos de los museos de la Casa de la Cultura o de los museos nacionales a cargo del acervo cultural más importante del país deberán emprender una verdadera revolución al interior de sus espacios. Tal como van las cosas, resultan inaceptables, los espacios públicos que nos pertenecen a todos deben responder a las nuevas demandas. ¡No más museos para las musas!