El mundo se quedó girando en torno a varios conceptos que, en su momento, fueron vigencias sociales encarnadas en la realidad, ideas que gobernaron la vida de la sociedad, elementos inspiradores, cimientos fundadores del Estado que constituyeron referentes para entender la civilización occidental y su cultura. Sin ellos, era imposible soñar, luchar y construir. Sirvieron, además, para contrastar la barbarie y el totalitarismo recurrentes, y pese a todo, persistieron largo tiempo como valores compartidos por buena parte de la gente.
Esas ideas, fruto de la Ilustración, que justificaron revoluciones y legitimaron tantos combates, fueron la libertad, la democracia, el Estado de derecho, la Ley y, de modo relevante, los derechos individuales.
Semejantes valores, sin embargo, parecen haberse diluido. Es probable que la desazón de la gente, la desorientación general, la destrucción de las instituciones y el escepticismo predominante tengan que ver con la imperceptible pero eficaz transformación de esas ideas y creencias en mitos, en una suerte de narraciones maravillosas que no corresponden al tiempo en que vivimos, de ilusiones de ingenuos, de mentiras admitidas, de suspiros que falsifican hasta la nostalgia, de lugares comunes repetidos hasta el cansancio y vaciados de contenido.
¿Cuándo ocurrió la transformación de la libertad, la democracia y los derechos en un mito? ¿Cuándo caducaron esos valores, cuándo perdieron efectiva vigencia? ¿Cuándo toda esa cultura, hija del liberalismo y de sus revoluciones, se transformó en un teatro de variedades y de vanidades?
Para asumir el tiempo que vivimos, habrá que entender lo que pasó, por qué pasó y cuando se configuró semejante cambio, que marca el tránsito del mundo de ayer, imperfecto, por cierto, pero en alguna medida firme, en lo que alguien llamó “la sociedad líquida”.
1.- El mito de la legalidad.-La legalidad, el respeto a la Ley, esa creencia casi sagrada en la norma escrita, entendida como fruto del ejercicio de la soberanía popular y como herramienta objetiva al alcance de todos, como recurso y garantía para expresar los derechos y defenderlos, para limitar el poder y estructurar el Estado, vemos con asombro que se redujo a un inmenso mar de normas incomprensibles, inaccesibles, sometidas a la voluntad de poder, variables según convenga al grupo o ideología dominante y nacidas mayoritariamente de la burocracia estatal. Coetáneamente con esa transformación, y para dotarle de algún sentido a la devaluación normativa, surgió como justificación la tesis del “derecho dúctil”, de los jueces inventores de la legalidad ad hoc, y de la discrecionalidad como mérito y ejercicio sistemático del poder. En esas condiciones, ¿qué espacio le queda al individuo y a sus libertades, sobrevive algún grado de certeza? ¿Es posible, en semejante maremágnum, sostener razonablemente la presunción de conocimiento de la Ley? ¿En esas condiciones, no se impone la dictadura de los jueces, intérpretes absolutos de los principios? ¿Cuánta gente conoce los códigos y el diluvio de resoluciones, actos administrativos, reglamentos, instructivos, sentencias vinculantes y más estatutos y mandatos que nacen de funcionarios y entidades sin freno democrático?
La legalidad es un mito que existe en las palabras, y en alegatos que nadie lee. Dejó de estar en las convicciones, dejó de entenderse como límite del poder.
2.- El mito de la democracia.-¿Podemos afirmar, frente a empresas electorales millonarias que prosperan en todo el mundo, que la democracia es el poder que nace del pueblo? ¿Cuánto pesa el voto del ciudadano en regímenes dominados por la propaganda y el espectáculo? ¿Funciona en la sociedad de masas un sistema de elecciones y de gobierno que fue concebido para comunidades pequeñas, estructuradas en torno a valores y con alto sentido de identidad? ¿Funciona el mandato político cuando la representación popular ha sufrido grave deterioro, entre otras razones, por la distancia que hay entre los contenidos de las campañas y sus discursos, y los rigores y desmentidos que impone la realidad? ¿En el referéndum, cuántos ciudadanos votan con conocimiento de causa, cuántos por distorsión y distracción? ¿Legisla, en realidad, el pueblo? ¿No distorsionó la “video política” las razones y las suplantó por imágenes, frases repetidas y mensajes telegráficos? ¿No se ha personalizado el poder en perjuicio de las instituciones? ¿Es válida la democracia de emociones, voluble y espectacular?
3.- El mito de los derechos individuales y de las libertades.-El liberalismo político reivindicó al individuo como centro del universo y razón de ser del Estado. El poder y sus instituciones debían estar a su servicio. Los derechos se entendieron, entonces, como patrimonio moral de cada persona, protegido por un irrenunciable espacio de autonomía personal. La ley debía traducirlos y garantizar efectivamente su ejercicio. Sin embargo, al tiempo que caducaba la legalidad, ocurrió la caducidad de los derechos y de las libertades, transformadas en la piedra en el zapato del Estado, en el gran problema de los colectivismos, y en el malo de la película de los socialismos. El individualismo, como el liberalismo que lo expresa, se convirtieron en palabras políticamente incorrectas, en nociones “burguesas” objeto de todas las condenas. Sin embargo, en un giro de habilidad mediática, los mentores y voceros del descrédito, hablaron y hablan hasta el aburrimiento de los derechos y, en su nombre, imponen ideológicas que menoscaban su ejercicio. La nueva legalidad se ocupa ahora de condicionarlos, someterlos a los tamices burocráticos y construir un difícil camino de “acceso a la justicia”.
Se queda en el tintero, el mito más importante: el del Estado, transformado de salvador y benefactor, en lo que Octavio Paz llamó, con insuperable exactitud, “El Ogro Filantrópico”
fcorral@elcomercio.org