Aunque parezca buen titular para un juicio a la política, solo es para una reflexión sobre la cultura. Nunca fui un fanático de los toros, solo tenía un recuerdo algo nervioso de cuando mi padre nos llevaba, con mi hermano menor, a alguna corrida cada temporada. Me fue gustando de a poco y llegué a sentir fruición estética, emoción profunda y respeto supremo al saborear los poemas, la música, la pintura y la literatura que se ha nutrido de la fiesta taurina. Creo que terminé como fanático de la tauromaquia el día que le vi a mi hijo, tan pequeñito y tan tierno, disfrazado de torero, con trapos de colores, haciendo pases a toros de viento.
Empecé a ver con nuevos ojos a toros y toreros y a valorar lo que tiene de fenómeno cultural la fiesta cuando leí los versos impresionantes de García Lorca: “La vaca del viejo mundo / pasaba su triste lengua / sobre un hocico de sangres / derramadas en la arena, / y los toros de Guisando, /casi muerte y casi piedra, / mugieron como dos siglos / hartos de pisar la tierra”. Cuando asistía a la plaza y miraba el ruedo, no podía evitar el recuerdo del lienzo de Pablo Picasso, en negro y marrón: el minotauro ciego. El minotauro es un monstruo de cabeza enorme que camina tambaleante con los ojos muertos mirando al cielo. El brazo izquierdo se apoya en un cayado y con el brazo derecho mantiene contacto con la niña que le guía con dulzura. Pertenece a la serie que inició en 1933, al igual que el grabado del minotauro vencido y agonizante como el toro en la corrida, mientras una niña le extiende la mano desde la barrera.
He vuelto a repasar los conceptos complejos de la tauromaquia y las emociones profundas que desatan, con ocasión del libro de Gonzalo Ruiz Quito, La Feria de América. Es una investigación extraordinaria de cincuenta años de la feria de Quito, los toreros, las ganaderías, los empresarios y toda la parafernalia alrededor de la tauromaquia. Un libro voluminoso con centenares de fotos recogidas en bibliotecas, colecciones y sus propios archivos, para documentar la historia de lo que fue el corazón de la fiesta quiteña.
Se acabó la fiesta, como tantas cosas, cuando las veleidades del correísmo pretendían eliminar todo lo que representara herencia española para reivindicar la herencia indígena, renunciando a la riqueza del mestizaje. Mediante una consulta popular de legalidad discutible se mató la corrida prohibiendo la muerte del toro. Desde entonces ya no podemos sentir y consentir con Rafael Alberti: “De sombra, sol y muerte, volandera / grana zumbando, el ruedo gira herido / por un clarín de sangre azul torera. / Abanicos de aplausos, en bandadas, / descienden, giradores, del tendido, / la ronda a coronar de los espadas.”
Nos queda el recuerdo y la posibilidad de repasar la historia gracias al trabajo paciente y profesional del periodista Gonzalo Ruiz a quien extrañamos también en sus comentarios, sus invitados, la erudición taurina con la que nos enseñaba cómo valorar la corrida de toros.