Un erróneo concepto de democracia, y la evidente perversión de las instituciones que eso genera, han provocado que la lógica electoral invada todos los ámbitos de la actividad humana.
Desde la academia hasta las artes, desde la administración pública a la literatura, están atravesadas por la lógica política. El aire de las campañas invade todo lo que suene a público e incluso a actividades que pertenecen a lo privado y a lo íntimo. Los vicios del populismo y las “artes” de los profesionales en el cabildeo, marcan los más insólitos temas.
Mucha gente -con la fe del carbonero- está convencida de que “ante todo hay que ser demócrata”, como si una forma política de elegir gobernantes y un modo de entender la tarea de gobernar -porque eso es la democracia-, deba aplicarse como forma de humanidad y método para lograr excelencia en las ciencias, rigor en la academia y valor en el arte.
Ese es el grave error, y el esencial, de la “inflación democrática” que vivimos. Someter a todas las instituciones a las lógicas del mercadeo electoral arruina la vida social, anula la excelencia, enerva las capacidades y eleva la mediocridad a niveles absurdos. Permite lo que alguien llamó, “el ascenso de la insignificancia”.
Aplicar las lógicas electorales e inocular conductas populistas en la administración de justicia, por ejemplo, conduce a liquidar a la judicatura como factor de civilización, porque el juez sometido a las tensiones del comportamiento político, deja de pensar en la justicia con que debe tratar los procesos y cede pronto a las tentaciones de la “popularidad”.
Entonces, los magistrados se transforman en personajes mediáticos, en hombres de entrevista y de micrófono, y en aspirantes a monumento y biografía.
El problema está en que, a veces, el rigor de los procesos y la objetiva aplicación de la ley no son necesariamente populares.
Lo mismo ocurre en la economía y en la guerra. Las lógicas electorales conducen a tomar decisiones erróneas y catastróficas. Tras la inflación, se agazapa el ansia de los gobernantes de estar primero en los sondeos, y de no poner en riesgo la reelección.
Tras las nacionalizaciones, al estilo de doña Cristina Fernández, está la desesperación por el aplauso a un nacionalismo trasnochado y, de paso, la consigna de cubrir los huecos presupuestarios que siempre deja el populismo de balcón. Incluso la guerra de las Malvinas, ¿no tuvo como perversa razón la táctica de los dictadores argentinos de lograr aprobación popular para no caerse?
Las cosas en su sitio. La democracia electoral sirve -porque aún no hay otro método idóneo- para elegir gobernantes, y eso con grandes márgenes de error.
No sirve ni para nominar a los mejores ni para distinguir lo bueno de lo malo ni lo razonable de lo imprudente. No sirve en la universidad ni en la cultura ni en la economía. No sirve en la mayoría de los temas humanos