Que el ejemplar de la novela de García Márquez, “Cien años de soledad”, que lo traje de México a comienzos de 1968, haya quedado desguazado, que no destrozado, y así lo conservo, se explica porque pasó de mano en mano de quienes en ese entonces participaban en las actividades de la CCE Benjamín Carrión, eran numerosos y los más de ellos figuras destacadísimas de las letras, las artes y las ciencias en nuestro país.
Aquella novela, historia mágica de nuestra América, la que se expresa en español, me sorprendió en tal grado como que me transportó a los tiempos en que yo pasaba vacaciones en mi pueblo, Quero, hoy cantón del Tungurahua. Si en Macondo levitó y subió a los cielos Milagros la Bella, en ese pueblito ecuatoriano se dio por cierto que la Rosa se había esfumado. ¡La Rosa! Cholita de ojos que enlazaban, chascañahui, de nalgatorio portentoso e indócil. Por última vez alguien la vio cuando pasaba de madrugada por la quebrada de Chilcahuayco, de donde fue transportada por el diablo a los quintos infiernos, se aseguraba.
Hechos insólitos, inauditos, los que ocurrían en Macondo. En “La serpiente de oro”, J.M. Arguedas relata que en una comunidad remota de la Sierra peruana se encontró con un hombre joven que se sabía de memoria hasta la letra C de la Enciclopedia Larousse Ilustrada. Era lo único que tenía para leer. ¿Allí lo dejó algún caminante de cordura incierta, enloquecido del todo por la soledad? Hechos insólitos, inauditos, la realidad mágica hispanoamericana. Invisibles, por miles en nuestros países. Hasta hace poco.
Garabombo, el indio de la Sierra Central del Perú que viajó a Lima para que el ‘ciudadano Presidente’ no permitiera que los páramos de su comunidad, cuyos títulos de propiedad se remontaban a los tiempos del Rey de España, les fueran arrebatados por una compañía minera. En 7 días que permaneció en las puertas del Palacio de Pizarro nadie le vio. Igual la historia de Juan Puma de Vivar, chazo de la jurisdicción de Santa Isabel en el Azuay. Viajó a Quito para exigir una escuelita para su comunidad: nadie le vio.
¿De olvidos? ¿De desmemorias? Nadie recordaba en Macondo que cientos de cadáveres fueron transportados en vagones y echados al mar. Tropas venidas de Bogotá masacraron a los trabajadores de la United Fruit Co., que se habían declarado en huelga por mejores salarios. Nadie recuerda en Guayaquil que cientos de obreros de las panaderías también fueron masacrados por el temible Yaguachi, venido de Quito: abiertos en canal y echados en la Ría para que no flotaran (“Cruces sobre el agua”).
Cacao, banano, petróleo: como en Macondo, en toda Hispanoamérica, años en que llueven dólares, seguidos de esas largas sequías de dólares, cuando todo se va al carajo. “Polvo y espanto” de Abelardo Arias, argentino, otra novela de nuestra historia mágica.