Creer o considerar que si una persona no admite a rajatabla un determinado postulado o enunciado automáticamente se convierte en enemigo de quien ha pronunciado dicho mensaje es un reduccionismo primario, propio de los fanatismos más acérrimos.
Quizás a riesgo de lucir absolutamente elemental, limitaditos dirían algunos, se podría afirmar que en esta premisa subyace el problema entre el poder y la prensa. El poder para mantenerse, proyectarse y perpetuarse requiere de la aceptación incondicional y el aplauso, no de la crítica. Si otros individuos, a pesar de destacar lo bueno que puede tener un gobierno, se dedican a la tarea de hurgar se convierten en seres incómodos, peligrosos.
Para intentar neutralizar aquello la primera acción a ejecutar es lograr que la población acepte la idea que el gobierno es la nación, que el interés del gobernante, sin dudas, es el de toda lo población. Patria y partido, o movimiento político, son uno, indisolubles. De allí que el que critica lo que se hace mal no se vuelve opositor a un régimen sino enemigo del interés nacional, antipatria, bajo esa premisa, resulta fácil desmontar las opiniones contrarias, los disensos.
El poder no puede admitir que se le diga que ciertos resultados positivos no se deben a la genialidad de los administradores, a la lucidez de sus ministros, a la infalibilidad de los que tienen a cargo la gestión pública. No acepta las condiciones objetivas que señalan que en los últimos años el país ha recibido una riqueza inusitada proveniente de factores externos. Peor aún, insumo de análisis exhibido aún por sus funcionarios que, en la última década, si bien se ha reducido la pobreza, en los últimos años se lo ha hecho a un ritmo menor que a principios de la misma. El otro asunto que resulta paradójico es que la lucha del poder con la prensa se la hace no contra grandes intereses ni perversas intenciones. Se la realiza en contra de esos cientos de trabajadores de la palabra que, en su momento, apoyaron con fe ciega al proyecto prometido. Es más, siempre queda la sospecha que, si las formas y las actitudes fueran diferentes, no serían aún fervientes creyentes del proyecto político en ciernes. Gran parte de las personas que han hecho prensa han tenido serios cuestionamientos sobre las llamadas libertades “liberales” y han sido críticos de las mismas. Ahora, a fuerza de los hechos, parecería que hay consenso en que, si se llega a limitar la palabra o la opinión a quien sea, se estaría adulterando la democracia.
Lo que no hay duda es que no hay la menor intención de transigir, de tender puentes entre posiciones diversas y eso es malo. Por un lado el poder, convencido de su verdad. Por otro, sectores políticos y ciudadanos con otra visión que consideran que es imposible un trabajo conjunto en bien del país. Lástima porque si de algo se requiere es de acuerdos para superar el atraso y la pobreza.