La Navidad al estilo comercial y posmoderno expropia nuestro tiempo y anula la intimidad. Uniforma el pensamiento y neutraliza las costumbres, desnaturaliza las creencias y hace del mundo un enorme centro comercial, con los actores inevitables: la vitrina y sus tentaciones, la propaganda y sus ofertas, y el agobio, la angustia por comprar, por competir, y la gente domesticada, obediente. La masa de autómatas, de consumidores.
La Navidad a la antigua era asunto de creencias, rituales, familia y tiempo. Había intimidad desde la cual compartir. Había tiempo y, por eso mismo, los días eran fértiles y profundos, dejaban huella, crecían en ellos más ilusiones, había vínculos con más afectos, y los hechos, quizá por escasos, dejaban más recuerdos. No teníamos tantas fotos, ni había casi imágenes, pero se guardaba mejor la idea, la emoción de la mañana de regalos y abuelos, de padres y hermanos, de cosas simples y juguetes de lata. Quedaban las impresiones. Hoy, al ritmo que vivimos, no queda casi nada, solo la impresión pasajera y agobiante de un tumulto más que pasó con su ventolera, su alboroto y su basura. Lector, a usted, ¿que le deja la Navidad: cajas vacías, transitorios festejos, y qué más?
La premura que acosa, la velocidad que tiraniza, nos induce a que miremos con desprecio, o con prejuicio y por sobre el hombro, a la poca gente que, pese a todo, se toma su tiempo y vive imperturbable en su espacio. La masa en que estamos sumergidos hace que ya no extrañemos la soledad, la necesaria soledad para imaginar, para leer, para pensar, o simplemente para estar. Hay quienes incluso han perdido el sentido de estar solos. Insensiblemente ha ocurrido la peor de las expropiaciones: la mutilación de la virtud de ser personas que saben acotar y defender su espacio, que quieren poner distancia al tumulto. Y esto, al menos en mi caso, se hace más patente en esta Navidad paradójica que rige al mundo, esta que acaba de pasar, en que se celebra la pobreza y la desnudez, y la humildad del pesebre, con el formidable dispendio que promueve la propaganda.
Hay dos críticas y dos rebeliones que deberíamos promover en estos días: contra la expropiación de nuestro tiempo y contra la expropiación de la intimidad, de ese tiempo y de ese espacio que nos corresponden gozar sin irrupción de la propaganda comercial y de la propaganda política. Sin esos intrusos que se meten por la ventana, por la pantalla, por la computadora, con el estrépito que suplanta la razón y el sentimiento con la vocinglería, la intolerancia y la apelación persistente a que compremos, a que votemos, a que salgamos de nuestro fuero, a que abdiquemos y nos metamos en la mansa y terrible lógica de los rebaños.
Si hay un obsequio que hacernos, que hacerle a la familia y al amigo, debería ser la afirmación de nuestro espacio, nuestra intimidad y nuestro tiempo.