Las Fuerzas Armadas ecuatorianas tienen una misión que guía su deber con la sociedad. La Constitución de Montecristi es clara: la integridad territorial y la soberanía son sus prioridades. Ya se ha superado la idea anterior: ser garante de la Constitución ya no es una tarea explícita, aunque es obvio que los uniformados deben lealtad a la Constitución.
En toda sociedad democrática y organizada en el poder civil otorgado por el sufragio, la actividad de los militares se somete a la Carta Magna y a las leyes establecidas por los órganos del poder público.
Aquella garantía del orden constitucional obedeció a una filosofía aceptada cuando el continente salía de una corriente de gobiernos militares y dictatoriales impensables en los tiempos que vivimos. Para preservar esa distancia indispensable entre las Fuerzas Armadas y el poder político es menester no contaminarlas con debates de la política partidista; mucho menos -como se evidenció en un reciente discurso ministerial- comprometer a la institución militar en el proceso político y los lemas proselitistas que son de particular uso de los actores políticos en los que no cabe inmiscuir al poder militar.
La relación del Régimen con las Fuerzas Armadas ha tenido momentos de desaciertos. Involucrar a un arma en procesos distintos a sus tareas específicas, como ocurrió con Petroecuador, es un error que no debe repetirse.
Hablar de supuestos afanes desestabilizadores o aún de un Plan Revancha sin presentar pruebas no es una garantía de la asepsia que se debe observar respecto del funcionamiento de las FF.AA.
Manejar un esquema clientelar y discursos de compromiso político más allá del mandato constitucional no le conviene al país ni a las FF.AA. ni al propio Gobierno.