Cuando el pasajero subía los cinco pisos que le separaban de la habitación que acababa de tomar en el Grand Hotel Saint-Michel, en la rue Cujas, no imaginaba que estaba subiendo al palco de la historia: desde allí, el 3 de mayo, habría de presenciar los hechos excepcionales que comenzaron con la clausura de la facultad de Letras de Nanterre.
De acuerdo a la versión de France Soir, la medida fue tomada por el propio decano de la Facultad, el señor Grappin, quien calificó su decisión como excepcional y se debía a la gravedad de los hechos suscitados en la Sorbona y en el Tribunal de París, donde debió comparecer uno de los dirigentes de izquierda del movimiento estudiantil de Nanterre, Monsieur Daniel Cohn-Bendit.
Desde aquel momento, los hechos no cesarían de producirse, simultáneamente, en dos escalas: la mayor, que era la que permitía perfilar un proceso creciente que desembocó el 13 de mayo en la huelga general; y la menor, donde han quedado registrados, como en un filme de vertiginosa proyección, los hechos singulares que han quedado grabados en la memoria. Aproximadamente a las 6 y media de la tarde, por ejemplo, una joven madre subía por el boulevard Saint-Michel llevando en brazos un niño muy tierno; a la altura de la plaza de la Sorbona, se vio envuelta en la manifestación y precisamente en ese instante, se produjo una carga de las C.R.S. Vio primero cómo golpeaban a los transeúntes, sin ninguna distinción, y luego ella misma recibió un golpe que le hizo soltar al bebé, que quedó inconsciente por la caída. Inolvidable.
Y así, en seguidilla, día tras día, hora tras hora. En la rue de l’Ancienne-Comédie, en la rue Grégoire-de-Tours, en la place Saint-Sulpice, en la place de l’Odeón, en la rue Monsieur-le-Prince…
El martes, 7 de mayo, Le Monde comentaba: “París ha conocido el lunes la manifestación de estudiantes más importante y la más grave desde hace décadas. Aun en los tiempos de la guerra de Argelia no había visto un movimiento de tal amplitud y sobre todo, de tanta duración.” Y aún no se había llegado a lo más caudaloso. Mientras tanto, las odiadas C.R.S no cesaban de dar matraca.
¿Se trataba al fin de la revolución tan soñada durante toda aquella década fabulosa de cuestionamientos incesantes a todo lo establecido? No. ¿Era ya, como alguien dijo, la primera revolución del siglo XXI? Tampoco. En realidad, se trataba de un gran adiós a la utopía revolucionaria; un adiós con derroche de imaginación a gran escala: por debajo de los adoquines de París se encontraba la playa. Pero Marcuse ya lo había sentenciado: los estudiantes no podrán hacer la revolución porque no son una clase social; en rigor, no son más que los ocupantes de una estación de tránsito hacia el establecimiento en el sistema imperante.
Cuando el pasajero empezó a adueñarse de París, bajo el ardiente sol de julio, los boulevares solo mostraban los muñones de los árboles cortados para las barricadas.