En estos días se han calentado los ánimos a niveles peligrosos. Es un preludio de una segunda vuelta electoral que será más explosiva. La circulación de ideas y propuestas será mínima. La racionalidad y la serenidad pasarán a segundo plano. La emotividad se toma el espacio público. Explotan las redes sociales. Ha salido lo peor de cada uno en términos de dogmatismo, insulto, regionalismo y racismo. Los manabitas y esmeraldeños han recibido los primeros dardos, emitidos por “maquiavélicos” estrategas interesados en generar malestar.
Es natural que en una disputa se produzcan roces. Esa es la naturaleza humana. Sin embargo, el tono exagerado y generalizado de la confrontación electoral responde a otras fuentes más allá de la coyuntura.
Como sociedad estamos cosechando diez años de miedo, de autocensura y de una pedagogía de embuste, infalible, prepotente y descalificadora emitida todos los sábados en el marco del Estado de propaganda. Semejante enseñanza despertó y desarrolló, los ocultos y viejos patrones machistas, autoritarios y patriarcales de origen colonial que todos llevamos dentro. “Si él lo hace… por qué yo no”, pensó y practicó, no solo el miembro descollante de la Corte, sino los subordinados de todos los estamentos. El iracundo virus, de manera imperceptible, invadió todo el cuerpo social. No solo se infectaron los miembros del partido. Todos caímos con la peste. Todos, consciente o inconscientemente, nos fuimos pareciendo al caudillo.
Ser impulsivo, mentiroso y mitómano se convirtió en normal, en parte del paisaje. La agresividad, bajo muchas formas, se expandió en las calles, en los buses, en las aulas, en las casas. Se metió en nuestra cotidianidad. Tal estado emocional, en estos días y en las próximas semanas se hará más patente, debido a una situación excepcional de liberación momentánea del miedo, ligada la presencia de un poder omnímodo que se desvanece y a los efectos de un manejo irresponsable de los datos electorales. Así la palabra reprimida se debocará en todas direcciones. La furia podría volverse contra sus suscitadores, que además están señalados con la lacra de la corrupción.
Es de rogar que el desfogue no se desmadre. Que no se pase a la agresión física o a la muerte. ¿Qué hacer? Llamar a la serenidad. A bajar los ánimos caldeados. Para esto será necesario que los dirigentes bajen los puños y respeten las normas y las instituciones. Y sobre todo a que respeten a la gente y a sí mismos.
La resolución del conflicto no es la guerra ni el exterminio del otro. Es el diálogo y el debate cuerdo e informado. Los candidatos están obligados a trasladar la natural disputa política a las arenas del encaro de tesis y propuestas, sin eludir sus responsabilidades presentes y pasadas. Tienen que debatir. Lo contrario es atizar el incendio.