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No, no es “Funes el memorioso”, el personaje del cuento de Borges, sino Mauricio Funes, presidente de El Salvador entre 2009 y 2014. Llegó al poder en celebradas elecciones: por primara vez la izquierda radical con el FMLN ganó la presidencia. Las promesas de lucha contra la corrupción y de cambios que favorecieran a sectores sociales sumidos en la pobreza abrían una etapa de esperanza para el país centroamericano, que había pasado por tanta violencia e inestabilidad, una larga y sangrienta guerra civil y un arduo proceso de paz para reintentar la democracia.
Sin embargo, desde antes de que se iniciara el nuevo gobierno, la corrupción metió sus garras con Odebrecht en el financiamiento de la campaña electoral. El poder y los recursos estatales se utilizaron después en beneficio de Funes, su familia y entorno cercano.
El ex presidente se halla ahora procesado, entre otros casos, por el desvío de USD 351 millones de los fondos reservados de la presidencia de la República. Las denuncias muestran ejemplos tan hirientes como los de gastos por sobre los USD 100 mil por el viaje de la familia presidencial a la Florida en un jet privado. Joyas, relojes lujosos, ropas de marca, perfumes son rubros de los despilfarros de la esposa de Funes y primera dama que, en periplo a Brasil, gastó el doble que su marido en el paseo a Disney World. Un registro de esos derroches puede hallar el lector en la columna “Ese nicaragüense aún puede robarnos más” de Óscar Martínez publicada el último sábado en El País.
Funes se escapó hacia Nicaragua y la dictadura represora y corrupta de Daniel Ortega concedió la ciudadanía de ese país al salvadoreño prófugo de la justicia.
La protección transnacional de políticos corruptos resulta otra bofetada. ¿No lesiona la dignidad nacional, la justicia y valores éticos otorgar carta de naturalización de un país para evitar la extradición y proteger a quien es requerido por la justicia de otro, a causa de la fundada presunción de un grave delito?
Los abusos del poder que han provocado el desencanto de tantos gobiernos en América Latina se escudan en el lugar común de la “persecución política”. Las denuncias del descomunal enriquecimiento de los Kirchner en Argentina, la corrupción de Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y la cúpula militar que sostiene la dictadura venezolana, el lamentable caso de un político como Lula da Silva o las causas contra Correa, Glas y ministros y funcionarios del gobierno de la revolución ciudadana procesados por la justicia se arropan con ese ancho abrigo. Sin embargo, cuando se presentan tantas evidencias de corrupción, invocar la persecución política para la protección por compadrazgo ideológico de regímenes manchados por el mismo mal, resulta solo un cuento ofensivo, como en el caso de Funes.