Historias de emigrantes italianos
Fue en Rapallo, tierra de ligures, que nació Nicolo, una fría madrugada de noviembre de 1848. Rapallo era una pequeña polis que prosperaba teniendo a la agitada Génova de vecina. Liguria siempre ha sido la patria de atrevidos navegantes, esos que hicieron de la hazaña marinera el pedestal de imperecedera gloria; díganlo sino Colón y Andrea Doria. Con ansias de vértigo, con sus huertos y jardines, Rapallo desciende desde verdes colinas hasta llegar a las orillas del Mediterráneo, ese mar de esmeralda y canto de sirena, tentador camino de agua y viento que al ligur invitó siempre a la aventura.
No llegó a los 25 años cuando Nicolo casó con Maddalena; él, un enólogo por tradición y estirpe; ella, esbelta y frágil compañera, mas siempre decidida. Tiempos de Garibaldi aquellos, tiempos de expolio y éxodo para los laboriosos italianos. Pronto los jóvenes esposos buscaron, como tantos genoveses, tentar en América un destino diferente. A Guayaquil llegaron en esos grises años en los que al Ecuador gobernaba un dictador llamado Veintemilla. Instalados en el Puerto, y junto a otros compatriotas, emprendieron en aquellos negocios que ellos bien lo conocían: destilación de licores, la industria alimentaria: los espaguetis, las lasañas, los “gelatos”. Y a la gente costeña enseñaron a comer diferente. Aquí nacieron los hijos. Y aquí se quedaron. Y aquí, en tierra ecuatoriana, sembraron el solar de los Valdano, gente rica en evocaciones, raíces y voces del pasado; mestizos de prima hornada por la sangre y la cultura, andinos de altura y trópico y a la vez mediterráneos por los genes y el azul de la mirada, ese mismo azul del mar de Liguria y su nostalgia.
En 1896 sufrieron los estragos del gran incendio que asoló Guayaquil. Y empezaron de nuevo. En 1912, Maddalena, viuda entonces, dirigía ella sola su fábrica de chocolates. Un día de enero de aquel año corrieron ráfagas de odio por las calles de la ciudad; uno de los caudillos alfaristas huía de una turba que amenazaba liquidarlo. Llegó a casa de los Valdano y demandó protección bajo la bandera italiana. Por entonces, la casa de un extranjero, al igual que una embajada, gozaba de extraterritorialidad. Maddalena lo protegió y se enfrentó a la horda bárbara. No lo hizo por liberal, lo hizo por humanidad. Anécdota singular que es parte de una saga de familia.
No es por vanidad sino por fidelidad a unas raíces que traigo acá historias como estas engarzadas en la sangre y la memoria, semejantes a las de otros y porque siendo de tantos llegan a ser de todos. De aquellos abuelos a los que no conocí bien puedo decir lo que el autor del Aleph dijo de los suyos: “Vaga gente / que prosigue en mi carne oscuramente, / sus hábitos, sus rigores, sus temores. / Tenues como si nunca hubieran sido / y ajenos a los trámites del arte, / indescifrablemente forman parte / del tiempo, de la tierra y del olvido”.