Si no creyera en Él ni pensaría como pienso, ni sentiría como siento, ni escribiría como escribo, ni viviría como vivo. Es decir, no sería yo. Por eso, en este Domingo de Pascua, la Fiesta Grande de los cristianos, deseo de forma expresa reafirmar públicamente mi fe.
Vivimos en una sociedad que ha hecho que el egoísmo, individualista y obsceno, tenga un rostro amable. Es algo que sucede en lo personal y en lo global porque, poco a poco, se ha ido convirtiendo en una cultura globalizada que todo lo impregna.
Lo peor que le puede pasar a la moral es que ya no distingamos el bien del mal, que perdamos la dignidad humana y pasemos de la cultura de la culpa a la cultura de la disculpa. Tan es así que, en función de los intereses personales y de grupo, vemos como normal mentir, abusar, humillar, faltar a la palabra dada y traicionar,… convencidos de que el fin justifica los medios, de que todo es relativo y provisional y de que, en el fondo, todo vale con tal de ganar…
Como sus antecesores, los profetas, Jesús también va contra corriente. No era difícil de predecir lo mal que acabaría, cuál sería la intensidad del fracaso. También hoy, en medio de una sociedad que ha hecho de la plata y del éxito personal su gran becerro de oro, toca seguir predicando la necesidad de estar dispuestos a renunciar al éxito para tener éxito. Pero, ¿quién está dispuesto a renunciar a algo para que un hombre viva? La mejor manera de domesticar el mal es normalizarlo, que sea normal mentir, engañar, ser infiel, defraudar los sentimientos y la plata, cobrar diezmos y coimas, entregar como nuevo lo que ya está usado, partir en dos el corazón amado, mirar hacia otro lado y no perder el paso. A esta capacidad, que parte conciencias y corazones, los cristianos le llamamos “el gran pecado del mundo”. Si ya no lo percibimos estamos ante un signo inquietante. Porque cuando cada uno va a lo suyo y se olvida de la dignidad del otro, del bien común, del sufrimiento del hermano,… entonces hace tiempo que Dios ha sido expulsado de nuestro particular paraíso.
Viendo a los jóvenes que llenan nuestras plazas de diseño y nuestras veredas de chupe y pastilla, luciendo sus pelos engominados y los elásticos de sus interiores de marca, siempre me pregunto lo mismo: ¿quedará alguien dispuesto a luchar por la justicia, aunque esta lucha le traiga alguna que otra desventaja? Me temo que la cultura en la que muchos de nuestros jóvenes viven, respiran y crecen se lo impida. Mirar a los pobres de frente, con dignidad y sin prejuicios, se vuelve difícil, por no decir imposible.
Y, sin embargo, Él sigue ahí, agazapado en los pliegues de nuestra historia, donde hombres y mujeres luchan por el bien. Creyentes y no creyentes. Son el resto de Israel, los fermentos de un mundo que quiere seguir siendo humano.
Para todos una Pascua feliz. Si le dejan vivir tras el coronavirus, algo cambiará.