No hay en la civilización occidental una palabra más poderosa que Roma. Desde la Roma imperial que provocó la leyenda del Niño Jesús, pasando por la ciudad voluptuosa de los Borgia y de Fellini, hasta la ‘Roma’ del mexicano Alfonso Cuarón que ha recibido el aplauso unánime de críticos y directores de América y Europa. Ya ganó el León de Oro de Venecia y el Festival de Vancouver y se dispone a conquistar los Globos de Oro y lo que le pongan por delante. Además, Yalitza Aparicio, la indígena que encarna a Cleo, es considerada como la revelación del año y aparece en la tapa de las grandes revistas. Una humilde maestra de Oaxaca convertida en estrella gracias a la conmovedora naturalidad de su actuación.
De modo que apenas Netflix la puso al aire me senté a verla con la misma emoción que cuando iba a la matiné del Capitol de Manta. Y otra vez sucedió el milagro pues durante dos horas volví al año 70 y entré en la vida de esa familia entrañable, tan prototipo de la clase media-alta latinoamericana de la época. Corrijo: no era como ir al cine; era como volver a casa porque el admirado director de ‘Y tu mamá también’ se las juega entero al recrear meticulosamente el mundo de su infancia en la colonia Roma del DF: desde la calle del barrio y los muebles rescatados de donde los parientes hasta el sonido cuidadosamente reproducido de la ciudad y sus ventas ambulantes y los cines de entonces.
Y, en primer plano, esa dulce y estoica indígena mixteca, como la define Enrique Krauze, que rotula al filme como una historia de amor y servidumbre donde el comportamiento irresponsable del marido ausente y del novio fugaz de la empleada se remonta a los tiempos de la Conquista y la explotación indígena en la hacienda colonial.
Por fortuna Cuarón hace cine, no antropología, y funde su enfoque con el punto de vista de Cleo para mostrar las cosas como eran y se vivían entonces. No es, como han dicho los populistas, una recuperación nostálgica de la servidumbre, pero tampoco es una crítica: el mismo Cuarón que escribió el guión y dirige con virtuosismo la fotografía en blanco y negro, intenta que la película sea lo más fiel al mundo en el que amaron y sufrieron sus personajes: la madre que resiste sin delatarse, los hermanos y las dos empleadas indígenas que sostienen la precaria estructura hogareña y asumen con abnegación el papel protector que deberían desempeñar los padres.
Un papel que llevan en la sangre. Cuenta Yalitza que el director le informaba solo un rato antes el contenido de la escena, quería que improvisara, “tú simplemente vive”, le decía, y la cámara iba captando un súbito terremoto, un parto fallido, una matanza estudiantil y la diaria limpieza de la casa; es decir, la vida intrascendente de una familia cualquiera del DF si uno de esos niños no se hubiera llamado Alfonso Cuarón.