Se acerca la Navidad y las iglesias permanecen tan vacías como siempre, mientras las catedrales de la nueva religión del consumo lucen atestadas. Viejos y nuevos villancicos dejan oír un falso regocijo mientras la gente va y viene con la angustia de no poder comprar lo que quisiera. Verdes y rojas, las lucecitas intermitentes parecen estar dotadas de un extraño poder de seducción y los ridículos Noeles atraen a los niños para comprometer a los padres. Se nombra al Niño en todas partes como si fuera la marca de la temporada.
Alejado de todo ese barrullo, siento que mis días se van haciendo más tristes cada vez que arranco otra hoja del calendario agonizante. Es Navidad, me digo, y debo estar alegre. Hace mucho que dejé de ser creyente, pero la Navidad ha sido la fiesta que ha congregado a la familia. Sin embargo, es verdad: a medida que nos alejamos de la infancia, la Navidad se va tejiendo como una fuga del barroco, de la que Bach fue el maestro indiscutido: como dos hebras de colores diferentes, dos melodías distintas se entrelazan en perfecta armonía, y esas hebras son la alegría y la tristeza: alegría por quienes voy a ver nuevamente en esa noche y tristeza por aquellos que ya nunca veré.
Además, es el mundo. Quisiera leer una mañana la noticia de que Trump abrirá la frontera a todos los migrantes como otros la abrieron a sus antepasados, y que Ortega y Maduro han decidido renunciar y marcharse, para que sus países encuentren por sí mismos su camino. Quisiera leer que Bolsonaro y Obrador se han puesto de acuerdo para extirpar la pobreza y asegurar la democracia.
Quisiera leer que la corrupción y el narcotráfico han sido liquidados y que los culpables fabricarán, desde sus cárceles, herramientas para cultivar la tierra. Quisiera leer que los ecuatorianos, repentinamente iluminados, han elegido por fin un buen gobierno y que todos los países del mundo han decidido destruir sus armas tenebrosas, para dedicar sus recursos a salvar el planeta. Quisiera leer que todos los fundamentalismos acaban de extinguirse, y que todos los hombres, como en el poema de Schiller, se han dado al fin la mano como hermanos.
Pero no. En contrapunto, junto a mis ilusiones siguen sonando las noticias de un mundo convertido en escenario de infelicidad y sin sentido. Me acuerdo de Orfeo, aquel perrito que acompañaba a Augusto Pérez en una novela de Unamuno. Cuando su amo murió, Orfeo, echado a sus pies, meditaba. Sus pensamientos vienen a coincidir con los míos. “¡Qué extraño animal es el hombre! –pensaba Orfeo–: es un animal que habla, se viste y almacena a sus muertos.” ¡Qué depredador es el humano!, pienso yo: un animal que destruye su propia casa, se pelea con todos sus semejantes, les perjudica de mil modos, y pronuncia discursos sobre la paz, el amor y la amistad. También sobre el niñito de ese pesebre frío, más frío que nunca en estos días.