Igual que a una gran mayoría de ciudadanos, me tiene sin cuidado la “nueva forma” de cantar el himno a Quito dispuesta por una reciente Ordenanza municipal. Que un grupo de noveleros haya decidido alterar el orden de las estrofas y cambiar unas por otras, francamente no me interesa. Tampoco tiene mayor relevancia que 12 apóstoles nacionalistas resuelvan un mal día que la capital ha sido, es y será una ciudad rebelde e impía, pues como todos sabemos, la rebeldía de un pueblo no se demuestra con edictos declarativos, sino con hechos reales de trascendencia histórica.
Resulta insignificante también que a un grupo de ciudadanos se les inflame la lengua y el tímpano cuando pronuncian o escuchan referencias hispanistas en la capital. En este caso lo máximo que sucederá es que algún gracioso de los que abundan en la ciudad les recomendará un psiquiatra, o quizá un cambio de identidad, una nueva lengua, y a lo mejor también una dosis de cultura disuelta en un vaso de vino hervido de cualquier bar de La Ronda.
Todas estas trivialidades, a la luz de la razón y en pleno siglo XXI, resultan insustanciales y pueblerinas. Sin embargo, el verdadero objetivo al parecer no ha sido identificado debidamente, y entre sainetes y la típica sal quiteña, se ha pasado por alto la real intención de esta desvinculación de Quito con sus orígenes hispanos, que no es otra que la pretendida “refundación” de la ciudad. Por supuesto, siempre en estas empresas de “borra y va de nuevo” se busca nuevos próceres, y también nuevos símbolos patrios, y como es obvio, se trata de escribir una nueva historia con nuevos nombres por encima de las líneas que ya se han escrito siglos atrás.
De modo que el disparatado cambio de estrofas, a simple vista inocuo e insustancial, quizá no lo sea tanto. Precisamente en los mismos días en que se discutía el mentado cambio, algunas voces guturales muy cerca de la Plaza Grande habrían manifestado su inconformidad con el escudo de Quito que, para ellos, resulta “demasiado español”. De hecho lo es, pues fue otorgado por el emperador Carlos V en 1541, y recoge, evidentemente, el momento político e histórico de aquella época. Entonces, ante tal revelación, ciertos sabios andinos habrían propuesto que se lo elimine lo antes posible de la bandera de la ciudad.
La estrategia orwelliana, por llamarla de algún modo, ya está trazada: hay que cambiar la historia, reescribirla para refundar la ciudad, aunque en el proceso se encuentren con pequeñas reminiscencias idiomáticas, o con una amplísima población mestiza, o con un vistoso Casco Colonial, y engarzada allí, en esa arquitectura hispana que perturba, una declaratoria de la Unesco de Patrimonio Cultural de la Humanidad. Pero claro, estos últimos son solo pequeños detalles…