No hay posibilidad de engañarse si uno va por la calle. No hay posibilidad de engañarse, si uno enfrenta con ánimo dispuesto sus riesgos y aventuras, si se mete en la vida cotidiana de la gente y si, desde el anonimato, percibe en directo lo que ocurre en la ciudad.
Irse así, por cualquier avenida, por los vericuetos del centro, por los mercados y las tiendas, es lúcido y revelador encuentro con el desmentido y la realidad. Desmentido de las verdades oficiales, porque el desempleo y la inseguridad están allí, en las “comunidades del semáforo”, en los sustos de los vecinos, en los vendedores ambulantes, en los infinitos trucos para evadir asaltos, detectar merodeadores y vivir a salto de mata.
Desde la calle se puede ver la opulencia de los conductores, encapsulados en la soberbia de los autos, encerrados en el mundo mínimo de sus intereses, enganchados al celular. En la calle, se puede ver que el periódico, pese a todas las maledicencias, es recurso cotidiano de la gente libre.
En la calle se puede percibir que la libertad es, pese a todo, el aire que la gente quiere, y que el Estado es una cosa distante, extraña, que es un enorme agobio hecho de miedos, obediencias y permisos. No faltan los arlequines, malabaristas y magos de esquina que, incansables y a cambio de una moneda, venden fugaz distracción al conductor fruncido, al apurado, al indolente.
Están quienes disfrazan sus dramas y entretienen el hambre, o tejen su aventura, con el intento de parecer saltimbanquis. Están los mendigos rompiendo las conciencias con el testimonio de sus pobrezas. Están los policías lidiando con el tráfico, pitando sus órdenes. Están los peatones sorteando la agresividad de los autos.
Y están los buses y los camiones con sus infaltables compañeros: el humo, la grosería y el estruendo. Y está la paz escondida en cualquier tienda, metida en el parque del barrio, o asomada a la ventana, mirando la tarde desde los ojos de una abuela. Esa es la ciudad vista de a pie. Es la percepción del ser urbano, y es la evidencia de que los de auto y celular vivimos en otra parte, bloqueada la sensibilidad por la premura, cerrados los ojos a la verdad, sin tiempo para ver, para entender, sin disposición para cederle un espacio al mundo de verdad que nos rodea, y que, pese a todo, nos brinda ese segundo de paz escondida que sobrevive al tumulto y a la bulla.
La ciudad nos llega así, dispar, contradictoria, voluble, agazapada. Y cuando empezamos a asumirla, a cederle espacios, de pronto, una caravana oficial paraliza el tráfico, ululan las sirenas, caen del cielo las motocicletas, y pasan raudos los poderosos, anónimos, escondidos tras los vidrios negros de los autos. Pasa el poder, las jefaturas, los cortesanos acuciosos. Pasan, como siempre.