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Me pregunto si aún queda algo de ese Quito de mi infancia, de aquel que en estos años vuelve con frecuencia a mi memoria, con su olor a pan fresco y sus repiques de campanas. Cada vez que he deambulado por San Marcos he reconocido vagamente algún alféizar, alguna puerta envejecida, algún balcón florecido, pero no he logrado recuperar el mismo aire de la calle Junín ni de la plaza, menos aun del rincón fabuloso donde fantaseaba con el Coco Negrete y el Carlín, teniendo a la Pitusa dormitando a nuestros pies después de haber cruzado la quebrada para subir hasta el cerro del frente, a las Tres Cruces.
Las Tres Cruces eran tres torres metálicas, de esas que sostienen los cables de transmisión eléctrica: estaban a cierta distancia una de otra, y señalaban el sitio del tesoro -exactamente donde crecieron las nuevas barriadas de un desarrollo inesperado y sin plan-. Subir a las Tres Cruces era la aventura suprema, y podíamos realizarla completa hasta la hora del almuerzo.
Y eso era Quito, más unas callecitas apacibles donde había señores que caminaban con elegante parsimonia, blandiendo a veces un bastón de fantasía, pero siempre tocados con sombreros de fieltro. Se descubrían cuando pasaban las señoras, y les cedían el paso, porque eso mandaba la “política” (versión criolla de la “politesse”, o cortesía); las jovencitas, en cambio, esperaban secretamente que al descubrirse, los galanes les dijeran un piropo al oído. Decirlos no era repetir simplemente los ya conocidos: cada cual se esmeraba en componer las mejores metáforas, sobre todo esas hipérboles a las que tan aficionados fueron siempre los quiteños. Yo también soy quiteño, pero recelo mucho de la hipérbole.
Todo parece ser igual ahora, con las mismas paredes y las mismas veredas, pero este Quito ya es otro, sin el olor del pan ni las campanas, sin los antiguos aldabones en las puertas ni las galanterías al pasar las muchachas. Javier Cercas, en esa novela insuperable que es Soldados de Salamina, habla de la “melancolía agridulce del tiempo que huye y en su huida arrastra el orden y las seguras jerarquías de un mundo abolido que, precisamente por haber sido abolido, es también un mundo inventado e imposible, que casi siempre equivale al mundo imposible e inventado del Paraíso”.
¿Inventé ese mundo entonces? ¿Lo imagino en mi vejez como nunca fue ni pudo ser? No sé, pero recuerdo que la gente era buena y servicial, murmuradora pero amable, y que en las calles era posible andar confiado, y que todo el vecindario se encargaba de los hijos de todos. Hoy he leído que se han desconchado las paredes, que las piedras se han convertido en proyectiles y que las calles fueron transformadas en campos de batalla. Y entonces me digo con tristeza que la violencia aparece cuando la política se agota. Y la política se agota cuando se han terminado la imaginación y el respeto por el otro.