La lógica del consumo, la prepotencia del nuevo rico, el derrumbe de las instituciones frente al mercado y a la política, me hacen pensar que la pobreza fue una bendición y que la necesidad fue el mejor consejero que tuvimos. Que la democracia y los derechos son posibles solamente en sociedades austeras, no en las que agonizan de hartazgo y comodidad .
Lo que vivimos cada día, ahogados en contaminación, entrampados entre el tráfico y la premura, marcados por la angustia y el desconcierto, es un desmentido a todos los discursos y a innumerables engaños que hemos inventado para tranquilizar la conciencia y seguir adelante en la farsa; para continuar cultivando la simulación de que somos ciudadanos y demócratas, y para empeñarnos en descubrir la felicidad en el supermercado y la tranquilidad de conciencia en la droga del Internet. Todo eso me sugiere que vamos por el camino equivocado y que el progreso sin más meta que el dinero, el poder y la ostentación, es el veneno que explica las intoxicaciones que vivimos, y que explica, además, “el ascenso de la insignificancia” y la renuncia a ser personas a cambio del primer plato de lentejas .
La eliminación de la pobreza ha sido el argumento de políticos, sociólogos, intelectuales y empresarios de todos los cortes. Está bien. Nadie niega las buenas razones -y los intereses- que están detrás de semejante dogma, ilusión o proyecto. Sin embargo, nadie piensa en que la pobreza fue la circunstancia que nos hizo como somos, la que generó muchos valores, la que nos enseñó la honradez, la que nos permitió valorar las libertades y entender los derechos. La pobreza que ahora es la apestada, la indeseable, fue la consejera, la maestra prudente, la fuente de la fe, el argumento de cada día. Fue ella la que nos enseñó.
Supongamos que se logre matar a la pobreza, y que todo sea autopistas, viajes y compras -y elecciones- ¿qué será de nuestra cultura, de los nietos, de las instituciones, cuando todo sea abundancia? ¿Qué será del mundo convertido en inmensa factoría, del paisaje transformado en chimeneas, de la vida encerrada en la pantalla del ordenador? ¿Cómo será la gente, cuando casi todo sea virtual, cuando el mundo, más allá del vecindario rico, sea un charco inmundo de contaminación y de basura? ¿Será feliz esa gente, o le quedará el profundo dolor que haber perdido una pobreza que, quizá, fue mejor en términos de humanidad? La teoría del progreso indefinido hace tiempo caducó. Por acá, sin embargo, andamos en lo mismo, sin pensar más allá de la coyuntura, sin plantearse la incómoda pregunta de si el país, nosotros, estamos bien encaminados, o si estamos haciendo lo del avestruz, y olvidando que, pasada la calentura, acabado todo lo que no sea cómodo para el “nuevo riquismo”, quedarán los hijos y los nietos como víctimas de la “felicidad” que nosotros inventamos sin preguntarles.